En entradas anteriores he querido hacer hincapié en lo
erróneo de considerar incivilizados a los pueblos prerromanos,
especialmente a los celtíberos, a los iberos y
a los pueblos celtas establecidos en la actual Galicia y Algarve portugués.
Pues
bien, para ahondar más en la cuestión y desterrar definitivamente esa
visión retrógrada de los pueblos prerromanos, realizo esta entrada.
Si nos
centramos en los escritos de cronistas del s. I a.C. y s. I d.C., podremos ver
que los pueblos prerromanos peninsulares disponían ya de vías de comunicación
(posteriormente los romanos las transformarían en calzadas), de un más que
eficaz ejército, de carros, de una flota consolidada (el Antiguo Testamento
destaca expresamente “las naves de Tharsis", frente a las fenicias), de obras
públicas (puentes, santuarios megalíticos ancestrales, santuarios al aire
libre,...), de un consolidado comercio de manufacturas (tejidos, marfiles,
metales, armas, cerámicas,...) y el paisaje se encontraba ya, en algunas
regiones, bastante modificado, con una curiosa red de acequias. De manera que entre las campiñas dedicadas a
amplios cultivos de cereales arrebatados a antiguos bosques, sobresalían cerros
con urbes encaramadas en las alturas, amuralladas (los “castros”).
Como límites
de territorio de las diversas tribus o pueblos, se encontraban bellas tallas de
piedra, generalmente de toros, verracos, carneros, caballos o animales
mitológicos. En la imagen podemos observar diversas reconstrucciones de los
límites territoriales (con enterramientos en cista), del interior de un poblado
ibero levantino (centro) y de la zona de comercios dentro de estas urbes,
mostradas en el museo MAHE de Elche y gentilmente cedidas para su uso en esta
web.
En
lo referente a los enterramientos, los pueblos peninsulares en esta etapa
prerromana (ss. VIII a.C.-I d.C.) solían optar por la incineración. El fallecido
era depositado con sus pertenencias en una pira, en la que ardía solemnemente y
en ocasiones durante una cena ceremonial en honor del difunto. Tras esto, sus
cenizas se recogían en un recipiente cerámico y se enterraban en un espacio de
forma rectangular, delimitado por lajas de piedra, se añadía el ajuar funerario
y sus armas inutilizadas (de tratarse de un hombre) y se tapaba finalmente con otra lasca.
A este tipo de enterramiento se le conoce por el nombre de “en cista”.
Pues
bien, precisamente en el museo arqueológico de Elche, MAHE, una de sus más
destacadas vitrinas muestra algo singular y casi único, como son los restos
conservados de incineración de al menos tres individuos, en sus piras
originales. Como decimos, es algo que en muy raras ocasiones se ha conservado y
ha llegado hasta nosotros, de ahí su enorme valor testimonial en esa tradición
de los pueblos iberos.
Debido a ello, no puedo por más que mostrar
una imagen de tan bello hallazgo, nuevamente dando las más que merecidas
gracias al personal del museo por permitirme mostrarlo en mi web.
Recordemos que como
numerosos cronistas hicieron notar, los pueblos y tribus iberas se extendían
desde el Estrecho de Gibraltar hasta parte de Francia, incluyendo Tolosa
(Toulouse). Como en la Península Ibérica, allí estos pueblos habían incidido en
el entorno para generar extensas parcelas de plantación de cereales que
trabajan con arados, que fascinaron a los recién llegados romanos. De hecho,
Plinio (23-79 d.C.) alude a estos elementos en su “Historia Natural”, indicando que estas “máquinas segadoras”, como las llama, están formadas
por “grandes bastidores móviles, provistos de agudos dientes en sus costados
y movidos sobre dos ruedas. El trigo segado caía en una caja, y todo el
vehículo era impulsado por dos bueyes uncidos por detrás”. Pero es que, por
si quedaba alguna duda, el arqueólogo belga Fouss encontró en Buzenel, al sur de
Bélgica, un relieve que mostraba una “máquina segadora” como la descrita
por Plinio.
Cuesta creer que los pueblos que la usaran fueran tan “asalvajados” como se nos ha hecho creer. De hecho, incluso hay datos de que usaban las propiedades de la planta Saponaria officinales oriunda del sur de Europa, como detergente, tanto para sus ropajes como para la higiene doméstica. Tanto es así, que cada vez son más los historiadores que defienden que la Península Ibérica estaba sobradamente urbanizada para cuando arribaron los romanos en sus costas. Incluso hay quien defiende que muchas obras atribuidas a Roma fueron realmente reconstrucciones de obras anteriores.
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