Cuando comentábamos los dibujos que Miguel Ángel realizó
en la Capilla Sixtina, mencioné la presencia de la Sibila de Delfos,
una famosa adivina de la antigüedad que habitaba en la mencionada ciudad griega
y que era sacerdotisa del templo del dios Apolo, deidad relacionada con la
adivinación.
Esta
mujer gozaba de tanta fama que frecuentemente acudían a ella grandes personajes
de la sociedad griega y romana. El mismísimo Hércules fue a pedirle consejo,
una vez hubo asesinado a su esposa y parte de su familia. Según relatan las
crónicas de entonces, esta mujer -en trance- escribía enigmáticas frases en
hojas de laurel que entregaba a los consultantes como respuesta a sus dudas; ya
cada cuál interpretaba los posibles deseos que el dios Apolo le había
transmitido a través de la sacerdotisa.
Pues
bien, ésta no fue la única adivina de su época; el escritor romano Varrón, por
ejemplo, llega a citar hasta diez de ellas.
Aunque no
está claro en significado del término Sibila (plural, Sibyllai),
hay quien considera que fue el nombre de una sacerdotisa de gran fama, que
habitaba en Marpeso, próximo a Troya (actual Turquía) y, posteriormente, se dio
tal nombre a las distintas profetisas que siguieron el ejemplo de esta mujer,
de tal forma que correspondiera más a un cargo que a una persona en concreto.
Así,
se sabe que hubo una en la ciudad grecorromana de Cumas (a unos 20 km al NW de
Nápoles, en su bahía). Era sacerdotisa de Apolo y parece ser que entraba en
trance a consecuencia de las emanaciones volcánicas y tóxicas que se liberaban
a través de las fracturas existentes en el laberinto de galerías en el que
habitaba, junto a un oscuro lago, si atendemos a las indicaciones de Virgilio.
Entre otros méritos de esta adivina figura el haber indicado a Eneas la entrada
al inframundo, como se recoge en La Eneida. Actualmente, con reservas,
se considera que su cueva se localiza bajo las ruinas de un templo a Apolo que,
a su vez, se encuentran en la base del cerro sobre el que se levantó un templo
a Júpiter (por mandato del emperador Augusto Octavio), convertido más tarde en
iglesia cristiana. De acuerdo con una leyenda, esta joven llegó a Cumas
procedente de Oriente (¿de Marpeso, Turquía, tal vez?) y asombrado por sus
dotes adivinatorias, el dios Apolo le ofreció morar en su oráculo si a cambio
le concedía el deseo que le pidiera. La joven tomó un puñado de arena y
solicitó vivir tantos años como granos contuviera en su puño, que resultó
superar el millar. El dios cumplió su palabra pero, como la mujer olvidó
solicitar mantenerse de apariencia joven, su belleza fue marchitándose y por
ello se refugió en la oscuridad de las galerías de las cuevas que horadaban la
montaña, esperando con ansia la hora de su fallecimiento.
Otra
leyenda cuenta que una vez llegó hasta ella el rey romano Tarquino, al que la
sibila ofreció nueve libros que había escrito. El monarca rechazó la oferta por
su elevado coste, así que la joven quemó tres de ellos y le ofreció el resto
por el mismo precio. El rey volvió a rechazarlos y la sacerdotisa quemó otros
tres, por lo que finalmente Tarquino le compró los tres restantes que se
conservaron en el templo capitolino de Roma y, conocidos como “los libros
sibilinos”, fueron continuamente consultados por el Senado en distintas
confrontaciones. Finalmente se destruyeron
en el incendio del año 83 a.C.
Hemos mencionado ya a la Sibila de Delfos, llamada por otros cronistas pitonisa o pitia, para distinguirla de la de Cumas. Como aquella, moraba en una gruta con emanaciones sulfurosas y, de acuerdo con escritos que nos han llegado, solía masticar hojas de laurel (árbol del dios Apolo).
Como ya he dicho, no
eran las únicas, siendo numerosas las sibilas repartidas por todo el mundo
antiguo. En la imagen se muestra un documento que las enumera, citándose en
Cumas, Delfos, Libia, Persia, Erythrea, Samia, Egipto, Europa,.. Miguel Angel pintó a las cinco primeras
sentadas en bancos de mármol, consultando documentos y con un par de estatuas
desnudas a ambos lados de ellas (en la imagen figura la de Cumas, sorprendiéndome la desproporción entre su enorme cuerpo, brazo masculino y diminuta cabeza).
La pregunta no se hace esperar:
si gozaron de tanta fama estas sacerdotisas adivinas en todo el mundo antiguo,
¿hubo alguna en la Península Ibérica?.
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