A principios del siglo VIII la etapa
visigoda en nuestro país marchaba prácticamente hacia su inexplicable final y
todavía son muchos los interrogantes sobre aquél derrumbamiento. Cuesta trabajo
pensar que un pueblo que había extendido su dominio sobre todo el territorio
peninsular y la Galia narbonense, consiguiendo la unidad jurídica, étnica y
religiosa desapareciera de forma tan rápida.
Posiblemente
todo se debió a la crisis de gobierno que sufrió al final de la etapa. El
prefeudalismo que iba creciendo a lo largo de los cuarenta años que
transcurrieron entre la muerte de Recesvinto y la de Don Rodrigo provocó un
inusitado incremento de la nobleza, fortaleciendo a familias poderosas cuyo
único objetivo era alcanzar el poder. En esos años fueron muchos los
levantamientos y conjuras sobre los reyes visigodos que condujeron a divisiones
y crisis internas en la monarquía, incluso con cambios de monarca, como fue el
caso de la sustitución de Wamba por Ervigio. Para satisfacer a unos y a otros
la política real alternaba tolerancia, represión y amnistía que nunca satisfizo
a todos, creando desigualdades e inseguridad magnificadas por malas cosechas,
hambrunas, epidemias e imposibilidad de poder pagar los impuestos a la corona.
Ante esta situación de hambre fueron muchos los siervos y esclavos que huían
abandonando el trabajo de la tierra, perdiéndose cosechas. Por otro lado, esas
gentes huídas del campo se dedicaban al bandidaje y al robo para poder comer.
Esta creciente miseria trajo consigo
la degradación de la moneda, restando poco a poco oro de ella durante los
reinados de Recesvinto, Wamba y Witiza. En el reinado de este último las
monedas acuñadas eran tan ligeras que se dispararon los precios de los
productos, llegando incluso a pagarse los impuestos en especie, por lo que se
comenzaran a reformar leyes que permitían que Ervigio introdujera el pago de
multas, a fin de disponer de moneda para pagar a la tropa. A esto hubo que
sumar la crisis moral del clero. El alto clero constituía una minoría poderosa
que influía en las actuaciones de la corona y hubo que convocar concilios para
proponer leyes que pusieran freno a esos abusos.
Toda esta situación hizo que el
poder visigodo se fuera fragmentando, sobre todo tras las disposiciones que
contra el ejército señalaba la ley militar de Wamba, que condujeron a que en
gran parte se distribuyera entre familias nobles enfrentadas. Esta era la
situación a comienzos del siglo VIII y empeoró aún más cuando llega al trono,
en el 710, el duque de la bética D. Rodrigo, persona más vinculada con la
nobleza cordobesa que con Toledo, la capital del reino. Precisamente en Toledo otra
parte de la nobleza había elegido como rey al hijo mayor de Witiza, Agila II,
duque de la Tarraconense, de 10 años de edad, que gobernaba en el noroeste de
Hispania (conviene recordar que la monarquía no era hereditaria entre los
visigodos, sino que la asamblea de nobles elegía a su rey). Al estar en
desacuerdo D. Rodrigo, se inició prácticamente una guerra civil. Rodrigo vencía
a los simpatizantes de Agila en unos enfrentamientos poco oportunos, ya que
coincidían con la confusa situación en el Mediterráneo y en el norte de África,
donde cada vez ganaban más poder y espacio las invasiones árabes que avanzaban imparables
en Arabia, Medio Oriente y África del Norte, lo que significaba un peligro
latente para el reino visigodo. Ya antes del 680, durante el reinado de Wamba,
hubo un enfrentamiento de la flota árabe contra la visigoda en El Estrecho, que
fue ganada por los visigodos y Teodomiro tuvo que cruzar el Estrecho para
liberar momentáneamente Cartago tras la conquista musulmana, realizando pactos
con Damasco.
Tras ser derrotado por Rodrigo,
Agila huyó hacia el norte, en donde contaba con la simpatía de varios nobles vascones,
por lo que D. Rodrigo, que gobernaba más en la Bética defendiéndola de algunas
intrusiones musulmanas, tuvo que acudir al norte a enfrentarse a los vascones. El
arzobispo Oppas y Sisberto, tíos de Agila y hermanos de su padre, junto con
algunos nobles visigodos y el Gobernador de Ceuta, Conde D. Julián, aprovecharon
la ausencia para ejecutar su venganza contra Rodrigo, pidiendo ayuda a los
musulmanes del norte de África para derrocar a Rodrigo y coronar a Agila II en
su lugar.
En el año 711 cristiano, 92 de la
Hégira (emigración de Mahoma desde la Meca a Medina) musulmana, un ejército musulmán
dirigido por Tariq ibn Ziyad cruza el estrecho y se prepara para el
enfrentamiento con el ejército de Rodrigo, que volvía del norte. Entre el 19 y el
26 de julio, visigodos y musulmanes se enfrentan junto al río Guadalete
(Cádiz). El cansado ejército visigodo, a cuyo frente iba D. Rodrigo, se
enfrentó a los siete mil bereberes del califato Omeya, comandados por Tariq ibn
Ziyad, lugarteniente del emir de África del Norte Muza ben Nusaryr, que además
estaban apoyados por seis mil soldados enviados desde Ceuta por su gobernador,
el Conde D. Julián, que además entregó cuatro naves para el paso del estrecho
del ejército musulmán, que ya tenía controladas la costa atlántica gaditana y
Algeciras. Posiblemente el hecho de
regresar tarde D. Rodrigo desde el norte con su ejército y encontrarse la zona
ya invadida, supuso una dificultad mayor para la victoria. En realidad, el ejército
visigodo disponía de un número suficiente de soldados, cerca de cuarenta mil,
para rechazar al musulmán, pero algunas traiciones influyeron en el resultado
de la batalla. De hecho, los godos dominaron la batalla al principio, frente a
un ejército musulmán muy guerrero y experimentado, pero cuando la victoria
parecía caer del lado de Rodrigo, los hermanos Witiza traicionaron a D.
Rodrigo, que desconocía sus acuerdos con los árabes, y se pasaron al bando
musulmán. En ese momento la victoria cambio de bando, ganando al final la
batalla Tarik. Tras el enfrentamiento, los musulmanes no respetaron los
acuerdos, por los que el hijo de Witiza accedería al trono visigodo, sino que
eligieron dominar la zona, arremetiendo contra las ciudades leales a los
visigodos, acabando así con el reino visigodo y mostrándose como un potente
enemigo de los reinos cristianos peninsulares. Se cree que Rodrigo, coronado el
1 de marzo de 710, cayó en esta batalla, aunque otros historiadores mantienen que
huyó con una pequeña parte de su ejército a la antigua Lusitania, avalando esta
propuesta la lápida que existe en Viseu, en la que está escrito: “Aquí yace Rodrigo, rey de los godos”.
Detalle de la presunta lápida de Don Rodrigo, en Viseu
(Portugal).
La batalla de Guadalete tuvo un solo
efecto positivo. Los condados cristianos tuvieron que unirse y salvar sus
antiguas diferencias para enfrentarse al enemigo musulmán. Esta unión sería la
semilla de la que nacería España siglos más tarde.
Tras la batalla de Guadalete
continuó la invasión de Hispania. En un principio los musulmanes tenían como
único objetivo la conquista de tierra y la expansión de su imperio, pactando
con aquellos nobles que les prometían fidelidad y a los que les mantenían sus
privilegios, siempre que les ayudaran en su expansión con bienes, hombres o
dinero. Las zonas o ciudades que mantenían su independencia eran atacadas por
el ejército musulmán y gobernadas después por militares árabes que no solían
ser buenos gestores y cuya fidelidad en algunos casos iba poco a poco
disminuyendo, al verse con poder.
En
ese primer periodo imperaba el avance militar musulmán frente al férreo control
o a la gestión de los territorios conquistados. Hubo algunos mandos musulmanes
que además de desarrollar una experiencia militar excelente, tuvieron una
conducta social brillante cuando gobernaban sobre el territorio conquistado.
Tal fue el caso del jefe musulmán Abd
al-Malik, a quien correspondió el honor de ser el primero en conquistar una
ciudad del futuro al-Andalus, al frente de un ejército árabe. Esta ciudad fue
Carteya. Malik era un gran guerrero, que descendía de la tribu de los Qahtán,
originaria del Yemen. Tan brillante fue su victoria que le entregaron como
premio un territorio en Torrox a orillas del río Guadiaro, cerca de Algeciras,
donde se asentó, gobernó y procreó. Fue el primer eslabón de una serie de
grandes personajes que crecieron con al-Andalus y ocuparon puestos importantes
en el estado omeya. Uno de ellos, ya en Córdoba, después de siete generaciones,
llegó a ser el mejor conquistador musulmán, pero antes que éste, fueron muchos
los descendientes de Malik que ocuparon cargos importantes en la administración
omeya. De los que se recuerdan podríamos hablar de Abur Amir, que tras trasladarse
a Córdoba llegó a ocupar el cargo de gobernador de distrito y fue el creador de
la familia “Banu Abi Amir”, que alcanzó cotas de poder en el califato. Otro
descendiente de Malik, llamado Muhammad fue nombrado cadí de Sevilla por el
emir Abd Alláh. Un hijo de Muhammad, también llamado Abd Alláh, adquirió gran
notoriedad religiosa y murió cuando regresaba de su peregrinaje a la Meca en la
época de Abd al-Rahman III (Abderramán III). Alláh se había desposado con
Burayha, de la familia “Banu Tamin” y tuvo dos vástagos en Torrox: Yahya y
Muhammad. Muhammad tenía como nombre completo “Abu Amir Muhammad, hijo de Abd
Allah, hijo de Amir, hijo de Abu Amir Muhammad, hijo de Walid, hijo de Yazid,
hijo de Abd al-Malik al-Ma´afiri. Se haría famoso como al-Mansur “el
Victorioso”, que los cristianos pronunciaban simplemente como Almanzor y que fue
el guerrero más grande de al-Andalus, concentrando en él todo el poder. Pero
para ello tuvieron que transcurrir casi tres siglos.
Volviendo al comienzo de la
invasión, tenemos que aceptar que dicha invasión formaba parte de su afán
expansionista. Como he señalado antes, en esa etapa de gran poder de expansión ya
habían ocupado Oriente Medio y habían llegado hasta el norte de África. En la
conquista de Hispania, capitaneada por Tarik, intervinieron diferentes grupos
invasores, que llegaron tanto de Oriente como del Norte de África. Fue un
avance rápido, ya que en algo menos de ¡ocho años! llegaron a conquistar casi
toda la Península Ibérica, formando un nuevo estado que llamaron Al-Andalus.
Tras la batalla de Guadalete, Muza avanzó hacia Mérida y Tarik hacia Córdoba.
Tras conquistarlas, ambos ejércitos se encontraron en la conquista de la
capital visigoda de Toledo y desde allí avanzaron hacia Zaragoza. Iniciaron a
continuación el avance por el norte peninsular, mientras intentaban cruzar los
Pirineos con otro ejército. Finalmente ambos ejércitos fueron frenados. En
Covadonga, el 28 de mayo del 722, por Don Pelayo (más datos, aquí),
y en Roncesvalles, el 15 de Agosto del 778, por Carlomagno. Hay que tener en
cuenta que la no existencia de rey, que era el nexo de unión de los nobles en
el territorio, hizo que el avance árabe no tuviera mucha dificultad. Además,
muchos nobles visigodos pactaron con los nuevos invasores. De esta forma nació
una nueva provincia del imperio musulmán, denominada el Califato Islámico,
gobernada por un emir, que era el encargado de que se cumplieran las
ordenanzas del Califa musulmán de la dinastía Omeya, que dependía de Oriente.
Representación de Abderramán I y detalle de la supuesta tumba
de Don Pelayo (iniciador de la Reconquista, según las leyendas).
Sin
embargo pronto cambió este estado de dependencia. Fue hacia la mitad del siglo VIII,
con la llegada de Abd-al-Rahman I,
miembro de la dinastía Omeya y perteneciente a la familia Abasí, que tras la
derrota en el norte de África viajó a al-Andalus, en donde se asentó tras encontrar mucho apoyo, lo que le permitió
convertirse en emir, iniciando un nuevo periodo conocido como Emirato Independiente
(año 929) en el que se rompieron las dependencias sociales y políticas con el
imperio musulmán. Nombró a Córdoba sede de la capital del Califato y desde el
alcázar de Córdoba, en el interior de la mezquita, que era el lugar de
residencia de todos los califas hasta la construcción años más tarde del
palacio de Madinat al-Zahra, controló todo el al-Andalus. No fue fácil, ya que
muchas zonas y ciudades no lo aceptaban como califa, por lo que fueron años de
luchas e intervenciones militares dentro y fuera de las fronteras. Dentro, para
apaciguar a la población, y fuera, para obtener riquezas con las que mantener
al ejército y ampliar las ciudades califales. Veremos en la próxima entrada los
logros de los grandes califas.
A la izda, Toledo, la capital del reino visigodo (Toletum). A la
dcha, primitiva mezquita de Abderramán I (recordemos que Córdoba es la única
que posee tres títulos Patrimonios de la Humanidad, de la Unesco: la ciudad de
Medina Azahara, la mezquita de Córdoba y el casco antiguo).
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