Muchísima
gente desconocerá a este entrañable personaje que, a pesar de haber nacido en el
seno de una familia humilde burgalesa y pasando muchas vicisitudes, tuvo tal capacidad de observación de la naturaleza, de sus leyes y creatividad
que aún a riesgo de ser considerado por sus semejantes como un loco, siempre
persiguió volar como los pájaros…y no paró hasta lograrlo. ¿Lo más asombroso?,
que lo consiguió en un muy lejano 1793 (según el Diario de Burgos de 9-12-2012,
1798 en opinión del diario Estampa de 1932), cuando los aviones aún eran algo con lo que fantaseaban los
científicos e ingenieros pero que faltaba aún mucho para que fuera un hecho.
Los datos que aquí vamos a dar están basados en el noticiario Estampa de 1932 (más próximo
a los hechos),
en un artículo firmado por Eduardo de Ontañón.
Ya hablamos en
su momento del creador del autogiro –de origen español, por cierto- y por
tanto, de los helicópteros (aquí). Ahora y aquí, hablaremos del precursor de
los aviones.
Diego Marín
Aguilera nacía en 1757 en el pueblo burgalés de Coruña del Conde, en el seno de
una familia de pastores y agricultores (poseían una huerta con viñas, cerca del
río). La pronta muerte del padre, Narciso, hizo que toda la responsabilidad del
cuidado del negocio y de la familia recayera sobre las jóvenes espaldas del
primogénito, Diego, quién rápidamente supo responder a las expectativas
haciéndose cargo de la alimentación y educación tanto de su madre Catalina como
de sus siete hermanos y hermanas pequeños.
Imagen de Coruña del
Conde en vista aérea y bonita estampa de un águila imperial en pleno vuelo
(actualmente es una especie protegida en riesgo de extinción).
A pesar de no
disponer de tiempo para formarse, Diego pronto dió muestras de grandes dotes
de observación, creatividad y lógica, asombrando a sus vecinos al idear –con
tan sólo 14 años- artilugios que les facilitaban las tareas diarias y que han pervivido (algunos) hasta nosotros, como es el caso del mecanismo que hacía
más efectiva la labor del molino que la villa usaba, emplazado sobre el río
Arandilla. También se tiene constancia de que ideó un artilugio que permitía
facilitar las tareas de cortado del duro mármol en las canteras de la cercana localidad
de Espejón, así como otro centrado en los varios molinos de agua que por
entonces existían a lo largo del cauce del río Arandilla.
El estudio de
las leyes aerodinámicas que desde su entendimiento dilucidaba a la hora de
diseñar sus mecanismos, comenzó a originar en su cabeza una idea tan atrevida como
atractiva: ¿y si fuera capaz de volar como las aves y los insectos?.
Con esta
secreta idea en mente, comenzó a llevar a sus rebaños a pastorear a las
inmediaciones del castillo de la localidad, frecuentadas sus desdentadas
almenas por rapaces. Disfrutaba contemplando el vuelo de estas
majestuosas aves, principalmente de las águilas –más pesadas, que vagamente recordaban
a hombres alados– tratando de grabar en su retina y mente cada aspecto vital de
los músculos del animal, que le permitían dejarse caer desde la torre en caída
libre para remontar el vuelo, planeando sobre la llanura en la que él se
encontraba con el ganado.
Sin embargo
eso no era suficiente, ya que no podía saber cómo eran esos animales bajo aquel
plumaje ni cómo las plumas se insertaban y solapaban entre sí. Por ello, su siguiente
invención fue una serie de trampas para rapaces y aves carroñeras, con el fin
de analizar estos pormenorizados detalles.
Mucho analizó
Diego cada movimiento de las alas, de la cola, la resistencia que oponían a las
corrientes y las dimensiones exactas de cada animal, tomando buena cuenta del
peso que podían elevar en sus vuelos.
Maquetas y dibujos del vuelo de Diego Marín Aquilera, con el artefacto que ideó a imitación de las águilas.
Casa natal-museo, en Coruña del Conde (Burgos, Castilla y León, España).
Una vez que
estuvo seguro de controlar todos estos parámetros, acudió al herrero del pueblo
para realizar, con su ayuda, un armazón de hierro forjado que imitaba las alas
abiertas de una de estas rapaces, con una longitud cada una de “dos varas de
largo”, según recogen documentos de la época. A lo largo de los sucesivos años
fue perfeccionando sus observaciones y con ello la máquina que quería construir
y que no era otra cosa que el armazón de un enorme traje de “Hombre-Pájaro”,
con dos patas que terminaban en unos estribos donde insertar los pies, así como
una especie de enorme cola o timón a imitación también de las rapaces. El
propio tripulante debía vestir igualmente un traje totalmente forrado con el
plumón de águilas que llevaban en sus equivalentes partes del cuerpo.
Seis arduos
años les llevó a ambos, herrero y Diego, a construir el artilugio, al que Diego
había recubierto laboriosamente con plumas de rapaces dispuestas como en una
auténtica ave y aseguradas con alambres, hasta que por fin, la noche del 11 de
mayo de 1798, Diego pidió a su mejor amigo –Joaquín Berbero, casado con la hija
de Diego- y a la hermana de éste, que le ayudaran a transportar su artilugio a
la plaza de armas del castillo. Una vez allí, Diego se enfundó en su “traje”,
se acercó al precipicio y para sorpresa de los dos hermanos allí reunidos, exclamó:
“voy a Burgo de Osma, de allí a Soria y
volveré pasados ocho días. Adiós” y sin más dilación, se lanzó al vacío como
tantísimos años antes había observado hacer a las rapaces que observaba con
detenimiento y total atención.
De acuerdo con
las declaraciones de Joaquín y su hermana, Diego planeó sobre la llanura
remontando el vuelo hasta llegar a una altura de “cinco a seis varas castellanas” (entre 4-5 metros de altura sobre
el suelo), girando y enfilando dirección a la soriana localidad de Burgo de Osma,
como había asegurado, para “aterrizar” unas “431 varas castellanas” (unos 360 metros) más allá, en
la otra orilla del río muy cerca de la huerta de sus padres, ya que la
resistencia del viento al saltar había roto uno de los enganches (pernos) de
las alas, impidiendo su correcta movilidad. Para cuando llegaron los dos
hermanos testigos del vuelo, a la zona donde Diego había aterrizado, lo
encontraron enzarzado en una terrible pelea con el herrero al que culpaba de
que el perno del ala derecha hubiera saltado por no haber hecho un buen trabajo
de soldadura.
Estatua erigida en
1973 en honor a Diego Marín, en Coruña del Conde, a cargo de la Cofradía Nuestra
Señora de Loreto, del Ministerio del Aire y del Ayuntamiento de la localidad.
Lo que para
Diego sin duda fue un éxito que requería la realización de algunos retoques
para tener al fin un artilugio volador plenamente funcional, para la mentalidad
de la época rozaba la locura e incluso la Magia Negra. Por ello, posiblemente
por la indiscreción del herrero sobre el vuelo del loco del pueblo, o bien por
el ruido de la pelea,…el hecho es que los vecinos acudieron a la zona “de
aterrizaje” encontrando aún a Diego totalmente cubierto de plumas, llevando un
extraño artilugio, en plena noche de luna llena, lo que hizo que varios
atribuyeran lo que estaba aconteciendo allí con brujería. Cuando Diego se encontraba despistado, todos
los allí reunidos se echaron contra el aparato rompiéndolo y prendiéndole
fuego, reduciéndolo a cenizas.
Hemos de
suponer que eso no fue motivo suficiente para evitar que Diego continuara en su mente
moldeando los fallos cometidos y tratando de dar con avances que permitieran
perfeccionar su sueño; sin embargo, como cantaba John Lennon: “la vida es aquello que trascurre mientras tú
haces tus planes” y así, unos dos años después de su vuelo (o siete, si
consideramos que fue en 1793, en lugar de 1798), el 11 de octubre de 1800,
fallecía Diego en su localidad, con apenas 44 años de edad.
Con todo, la
historia ha recuperado a este soñador y sus hazañas, de manera que en el
castillo de su localidad natal, Coruña del Conde, el Ejército del Aire ha
instalado en su honor, un aeroplano en el lugar de su brillante
despegue. No es el único homenaje ya que desde 2009 Diego Marín Aguilera cuenta
con una placa conmemorativa en el aeropuerto de Burgos.
Distintas vistas del
caza Lockheed T-33 norteamericano rehusado por el Ejército del Aire español
como avión de entrenamiento y que en 1993 instaló en el castillo de Coruña del
Conde en homenaje al bicentenario del vuelo del “hombre-pájaro” burgalés, el
primer vuelo del que se tenga constancia en nuestro país.
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