Que el mercado negro de objetos arqueológicos, que forman parte de nuestro pasado como pueblo y de nuestras raíces, ha sido siempre un negocio próspero no es algo nuevo (baste con visitar otras entradas de esta web sobre pinturas vendidas, piezas subastadas ilegalmente o en el posible punto de vista de expoliadores, para convencerse de ello). Aún hoy día es un mercado que mueve muchísimo dinero. En el que numerosos desalmados (en ocasiones, con trabajos de juez, militar, guardia civil e incluso arqueólogo), por sacarse un dinero puntual extra, no duda en destrozar yacimientos y vender al extranjero obras que podían arrojar luz sobre los pueblos que nos fueron aportando su grano de arena a lo que ahora somos.
Objetos que harían cambiar la visión tan pobre que arqueológicamente se tiene de los pueblos autóctonos, limitándolos a un papel de bárbaros incultos que aprendieron a civilizarse y a escribir con la llegada de fenicios, cartagineses y romanos, cuyas piezas se limitaron a copiar a falta de creatividad propia.
Y sin embargo, contrariamente a esa idea, no paran de aparecer en los periódicos, intervenciones policiales que han requisado bellos objetos a estos expoliadores y que muestran un refinamiento en la elaboración de las piezas digno de elogio. Una de esas “historias para no dormir” dio como resultado la obtención de uno de los más bellos tesoros iberos. Cedamos la palabra al arqueólogo José María Soler (“el tesoro de Villena”, Excavaciones Arqueológicas de España, vol. 36).
Atardecía cuando el 22 de octubre de 1963, el joyero Carlos Miguel Esquembre informa de la intención de vender un precioso brazalete de oro por parte de una mujer de etnia gitana.
El arqueólogo José María Soler se personifica en la tienda junto con la guardia civil y no tarda en aparecer la mujer, Esperanza Fernández, que termina confesando que fue su marido, el albañil Francisco Contreras Utrera, el que encontró la pieza entre las gravas que estaba usando para la obra que llevaba a cabo en una calle de Madrid. Interrogado éste, su declaración coincide con la de su esposa y les entrega el brazalete.
Informado el juez de turno comienzan las pesquisas, resultando que el hallazgo lo realizó un compañero de trabajo de Contreras, Francisco García Arnedo, que pensando que se trataba de alguna pieza de la maquinaria usada durante las tareas de recogida de gravilla, entregó el brazalete al capataz Ángel Tomás Martínez. El capataz, pensando igual que García, dejó la pieza en un lugar visible de su despacho, de donde la sustrajo Francisco Contreras con intención de venderla.
Así las cosas y sin poder dar con mayor información, los ánimos decaen cuando de pronto el mismo joyero vuelve a llamarles un mes más tarde porque otra pareja -Encarnación Martínez Morales y el transportista Juan Calatayud- llevando otro brazalete similar, ha tratado de vendérselo.
Interrogada, la pareja asegura que la joya perteneció a la abuela fallecida de la mujer aunque la pieza presente aún restos adheridos de arcilla similar a la del otro brazalete. Le confiscan el objeto y al día siguiente dan parte al juez, con la sorpresa de que horas más tarde Juan Calatayud, el conductor de los camiones de grava, confiesa que él mismo encontró ambos brazaletes en una rambla donde recogía los materiales para las obras. De hecho, el primero lo llevó sin saberlo junto a la grava que dejó en las obras de la calle de Madrid, donde lo encontró Francisco García Arnedo, de la manera que contó Francisco Contreras Utrera a su esposa. Les muestra el lugar del hallazgo y cinco días más tarde comenzaron las excavaciones oficiales.
A las cinco de la tarde del 1 de diciembre de 1963, Pedro Doménech Albero daba con una vasija enterrada, cuyo interior contenía numerosos objetos de oro, entre los que figuraban brazaletes como los que fueron hallados por el camionero Juan Calatayud.
Una vez puesto a bien recaudo en una institución pública se constató que “el tesoro de Villena” constaba de 53 piezas de oro, 3 de plata, dos de hierro y dos láminas de oro, una de las cuales llevaba ámbar. Para el arqueólogo José María Soler, se trataba del ajuar real de algún reyezuelo del cercano (4 km) poblado de la Edad del Bronce, Cabezo Redondo, datándolo en el 1.000 a.C.
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