Recuerdo que en mi infancia el cuento de Caperucita Roja me daba auténtico terror por la brutalidad con que se trataba al final al lobo feroz. Cierto es que había matado a la abuelita de la protagonista y se había hecho pasar por ella, pero de ahí a que le llenasen el estómago de piedras, lo cosieran y lo arrojaran al río.. Me parecía una brutalidad exagerada para un cuento infantil.
Más aún cuando ya había visto varios relieves y dibujos en los que aparecían distintos legionarios romanos llevando pieles de lobo sobre sus armaduras y cabeza. Entonces, ¿por qué arrojar al lobo al fondo de un río en lugar de utilizar su piel como abrigo, por ejemplo?, o ¿por qué no enterrarlo, simplemente, una vez muerto?.
La respuesta me llegó, de manera inesperada, en un campamento de trabajo un verano en el que contaba yo con unos 20 años y estábamos ayudando a excavar un yacimiento celtibero. Lógicamente conocí allí a varios arqueólogos y no sé muy bien cómo, una de las numerosas conversaciones acabó con la descripción por uno de ellos de la manera en la que se ajusticiaba a un violador en el imperio hitita . Se le daba muerte públicamente y, una vez fallecido, se le abría en canal, se llenaba su cuerpo de piedras, se volvía a coser, se depositaba en una barca y se arrojaba al fondo de un río o un lago para que así su espíritu no encontrara la paz de los que eran enterrados.
Rápidamente acudió a mi cabeza el relato de Caperucita Roja. ¿Era un cuento hitita en el que originariamente se trataba de decir a las niñas y adolescentes que cuidaran de no ir solas, que no hablaran con desconocidos, por el peligro de violadores?.
Llegados a este punto, arrojemos algo de luz sobre el pueblo Hitita. Eran una cultura indoeuropea que se desarrolló en Anatolia (actual Turquía) hacia el siglo XVIII a.C. Poseía escritura propia, si bien a veces usaban la cuneiforme (asiria) y eran muy diestros en la guerra, de manera que formaron un extenso imperio del que Hattusas era su capital (en la imagen, la puerta de los leones que da acceso a la palaciega urbe).
Incluso se sabe que los reyes de la homérica ciudad de Troya, la Wilusa hitita, eran vasallos de los gobernantes hititas. También se tiene constancia de matrimonios entre princesas hititas con príncipes o reyes de otros pueblos extranjeros, tales como los egipcios, asirios e incluso hebreos.
Precisamente el término “hitita” deriva de las Sagradas Escrituras, donde se refieren a ellos como "Hittim" [Josué (3,10), Génesis (15,19-21), (23,3) Números (13,29) y Libro II de los Reyes (7,6)]. El luterano Martín Lutero lo tradujo como "Hethiter", término que pasó a ser "Hittites" para los ingleses y "Héthéens" para los franceses. Los españoles se decantaron por denominarlos “Hititas” o bien “Heteos”.
Egipcios e Hititas, antaño rivales, firmaron en el s. XII a.C. el cese de las hostilidades así como el acuerdo de acudir en ayuda del otro si era requerido, mediante el Tratado de Kadesh. Acudiendo a este pacto, nos ha llegado la llamada de auxilio que les envió Ankesenamón -la joven viuda del rey Tutankamón- solicitando que con prontitud enviaran un príncipe con el que desposarse para evitar hacerlo con el viejo consejero del difunto faraón, Ay, que además era su abuelo, al ser padre de Nefertiti, la madre de Ankesenamón. Parece ser que o bien no llegó nunca tal pretendiente hitita, o bien fue asesinado por los hombres del consejero, pues finalmente desposó a la viuda convirtiéndose en faraón.
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