viernes, 8 de octubre de 2021

Bellas estatuas o la belleza hecha piedra

Siempre me ha fascinado la virtud de algunos artistas por transformar un bloque de piedra en una figura llena de fuerza o de delicadeza y aunque hasta el momento me reservaba determinadas estatuas para guardarlas en mis imágenes de salvapantallas, hoy me he decidido a compartirlas, para retomar ese hilo que ya inicié hace tiempo de la belleza como tal en el arte, bien por imágenes, por cuadros o por música.

Como siempre, dado que el criterio estético es personal, posiblemente haya estatuas que a mí me lleguen pero no así a otras personas y por ello dejo abierta la posibilidad de compartir sus estatuas favoritas a toda aquella persona que quiera hacerlo, señalando qué le maravilla de tal talla haciendo que se decante por ella y no por otra.

Añadiremos una música de fondo para deleitarnos en las fabulosas tallas:

Dicho esto, comienzo con mi selección. En mi último megaproyecto de varios años de investigaciones (más bien décadas), centrado en la fenomenología de las Vírgenes Negras, debo señalar que cada una de ellas posee algo que la hace singular y distinta del resto, así que encuentro verdaderamente difícil señalar una en concreto. No obstante, con respecto a Jesús, hay un par de tallas que me han fascinado por encima de otras y es precisamente por la actitud que muestra el Niño. Una de ellas es la Virgen de Santa María del Castillo de Gósol, en Lérida, donde el Niño parece estar planteándose dónde se ha metido. La otra es La Virgen de la Leche de San Vicente de la Barquera (Cantabria), que a pesar de estar muy modificada con respecto a la talla románica original, el Niño me resulta muy gracioso y descarado en su actitud.


       Sin embargo, por encima de todas ellas destaca la talla de la Virgen del Lledó (Castellón) original (izquierda y centro, en la imagen que sigue, la 4.1 de mi libro “El fenómeno de las Vírgenes Negras”), por la sencilla razón de ser una figurilla tartésica, con caracteres tartesios (o pretartesios, según establezco en mi trabajo “Tartessos y su prehistoria”, de varios milenios de antigüedad antes del cambio de era y con caracteres similares a la empleada por la cultura balcánica de Vinça, del IV milenio a.C.). Actualmente se encuentra en el interior de otra talla de la Virgen, inspirada en ella (derecha).


                No tan antiguas pero igualmente fascinantes encontramos un conjunto de estatuas de la Grecia clásica donde son sencillamente perfectas. Literalmente. En ellas los escultores griegos no solo aplicaron las proporciones divinas, el número áureo y la proporción exacta destaca por Vitrubio, sino que el equilibrio del conjunto le otorga una fuerza y a la vez una fragilidad que casi da miedo hacer un ruido cerca para no desequilibrar la escena.

                La primera de las estatuas muestra a Aquiles, en el sitio de Troya, tras haber recibido un flechazo en su único punto mortal de su cuerpo (ver detalles en mi análisis de la película Troya, aquí) y está agonizando (es una copia de una estatua antigua del s. III a.C., realizada por Filippo Albacini en 1854). Bajo él muestro otra escultura. griega, donde aparece otro guerrero griego que está agonizando, dotado únicamente de su imponente casco y escudo.

Por cierto, repárese en el pequeño tamaño del pene de ambos personajes. Esto es así porque en la Grecia clásica ya se cultivaba el cuidado físico del cuerpo y de la alimentación, sin descuidar la nutrición del intelecto; así que cuánto más pequeño le representaban a un personaje su miembro viril, daban a entender que era una persona más intelectual y cultivada, alejada de sus instintos más básicos y primitivos.


                En lo relativo a la mujer, hay una talla de una mujer de la Grecia clásica que me fascina por encima de otras. Se trata de la llamada Venus Calipigia (o “Afrodita de Bellas Nalgas”, como se denominaba en la Grecia helénica), una estatua de dulces rasgos y que destila delicadeza, custodiada en el Museo Arqueológico de Nápoles.


     Es una talla que ha fascinado y escandalizado a partes iguales, a las mujeres de la sociedad prácticamente desde que fue hallada, por la coquetería con la que combina su aparente indiferencia al estar secándose o cubriéndose el cuerpo, con el revuelo que causa su osadía al dejar al descubierto su trasero perfecto y sus bonitas piernas.


                Pero si hablamos de belleza femenina, contemporánea de las estatuas anteriores, debemos mostrar la fascinante “Gioconda de la Antigüedad”, como me gusta denominarla, la increíble Dama de Elche (ver aquí la paradoja de las Damas Iberas españolas), en el Museo Arqueológico de Madrid, España.


                Una escultura que me ha fascinado desde siempre ha sido la ibérica “bicha de Balazote” (Museo Arqueológico de Madrid), para variar considerada por nuestros académicos como una burda imitación de una pieza traída del Mediterráneo oriental en plena “etapa orientalizante” y que considero que es puramente autóctona, sintetizadora del culto milenario del Rey Sagrado (que expliqué aquí), como desarrollo en uno de los capítulos de mi obra “El fenómeno de las Vírgenes Negras”.

                Y es que la escultura de la cultura ibérica ha ejercido una influencia en las Artes de España mucho mayor de lo que quisiéramos considerar pues no solo artistas de la talla de Pablo Picasso admitieron inspirarse en tallas ibéricas para desarrollar obras que son hoy imprescindibles, como los toros de Picasso (inspirados en el toro de Osuna, del Museo Arqueológico de Madrid y el toro del Pilar Estela de Monforte del Cid, del Museo Arqueológico de Elche), sino que incluso el arte sacro medieval español bebió de figurillas ibéricas que recuerdan a tallas marianas (remito al lector interesado a mi citada obra “El fenómeno de las Vírgenes Negras”, a fin de no repetirme).

                Existe en el Museo Arqueológico de Albacete una estatua que me resulta maravillosa. Muestra a una jinete, considerada por los académicos como una diosa tipo Epona, si bien a mí me hace sopesar que tal vez en el siglo IV-III a.C. pudieron existir guerreras ibéricas tan hábiles o más en la guerra como los hombres. En verdad hay un par de ellas, dañadas en distinta proporción y que pudieron figurar a la entrada de un monumento funerario. Están realizadas a tamaño natural, si no mayor, y como siempre en el arte ibérico el grado de detalle es asombroso; tanto, que permite comprobar cómo montaban sin estribos (invención posterior, visigoda) así que vemos que lleva su cintura agarrada al caballo por una especie de fajín que sin duda le daría la estabilidad suficiente como para prescindir en un momento dado de las riendas, si deseaba lanzar unas flechas, asestar un espadazo o lancear a un enemigo, mientras el caballo galopaba. Curiosamente sus cabellos los llevaba recogidos en un peinado de trenzas que recuerda al que luciría la faraona Cleopatra, siglos después.


                Y es que siento debilidad por la escultura ibera, lo confieso, ¿hay algo más bello que el rostro del guerrero de Porcuna, o del “pecho-lobo” –literal- del guerrero de la Alcudia, por citar un par de ejemplos?


                Otras bellas estatuas de la antigüedad grecorromana son aquellas que muestran a una diosa o ninfa que está presta a tomar un baño, la de bronce de Hércules ofreciendo la manzana del Jardín de las Hespérides (Museo Arqueológico de Madrid, MAN) o el conjunto de bustos con adornos y tocados imposibles del cabello (en el Museo de la Necrópolis de Carmo, en la localidad sevillana de Carmona hay una muestra de ellos), así como figurillas que suelen pasar desapercibidas en los museos y que las encuentro, algunas de ellas, incluso graciosas como la que se encuentra en el M.A.N y muestra a un gladiador tan parapetado en sus armas que apenas se le ve el rostro o cuerpo.


                Voy a decir una burrada, pero debo confesar que las esculturas de Miguel Ángel (ss. XV-XVI) nunca me han cautivado, con la excepción de su “Piedad”, fundamentalmente por el rostro tan inocente de la Virgen, así como por la forma en que talló sus telas que parecen realmente blandas y flexibles en lugar de duro mármol.


    Mientras que al David lo he visto siempre desproporcionado (debería tener menos cabeza, creo yo, aunque igual es la perspectiva de verlo desde el suelo), al Moisés le he visto una cara de asesino en serie que me ha producido siempre ganas de salir corriendo (ya en su día comentamos aquí la razón por la que luce un par de cuernos, y aquí las libertades que se tomó el pintor en La Capilla Sixtina), aunque también el David tiene esos ojos que producen muy poca confianza. Ahora bien, su rostro confieso que sí posee una fuerza inusitada, si bien me decanto más por el busto de Apolo que figura en el Museo del Prado y que creo que le combinaría mejor.


Hablaba del efecto de los ropajes de La Piedad de Miguel Ángel, que tuvo el don de hacer pasar la dura roca que es el mármol como si fuera una tela moldeable.


       Sin duda en este terreno el premio se lo llevaría Giovanni Strazza (s. XIX), capaz de obtener de una roca el efecto de una débil y fina gasa, casi transparente, de tul. Es fascinante.


                Existen determinadas estatuas que, basadas en leyendas de la Grecia clásica, resultaron igualmente bellas. Es el caso de “El Beso” (o “Psique reanimada por un beso del amor”), del artista italiano Antonio Canova, mostrando a la bonita Psique que despierta “del sueño de los justos” por un beso de su amado Eros o Cupido (hoy, en el Museo del Louvre, París, Francia). O “Venus y Cupido”, de Pasquale Romanelli (s. XIX), del Museo Lázaro Galdiano de Madrid, España. En este mismo museo madrileño también está la estatua de Cesare Lapini llamada “niño leyendo” (s. XIX).


                Y ya del siglo XX, podría destacar un par de estatuillas como cualquiera de la etapa cubista de Pablo Picasso (inspiradas en estatuas de la cultura ibérica) o la abstracta “Vuela”, de Paco Puyuelo. También en las estatuas que adornan las ciudades de todo el mundo hay originales ejemplos.



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