viernes, 16 de junio de 2023

Los alimentos y el ser humano

      En distintos momentos de mi blog he abordado el apasionante tema de la evolución de los homínidos y del ser humano, pero dejaba siempre de lado aspectos como el relativo a su alimentación, que es en lo que me centraré hoy.

Es bien sabido que para desarrollar todas las tareas vitales, nuestro organismo necesita una serie de sustancias, la mayoría de ellas contenidas en los alimentos que tomamos; estas sustancias, de composición variada, contienen los elementos necesarios para mantener las funciones vitales de nuestro cuerpo. De ellos sacamos las proteínas para construir, mantener y regenerar nuestras células o para producir enzimas y hormonas. Los hidratos de carbono son fuente de energía para nuestro cuerpo, pues funcionan como un combustible clave para abastecer de energía a todos nuestros órganos, desde el cerebro hasta los músculos del cuerpo. Los lípidos o grasas que empleamos como almacenamiento de energía de reserva y además nos protegen de las temperaturas bajas y tienen un papel muy importante en el sistema nervioso. Los minerales, usados por nuestro cuerpo para muchas funciones, como mantener en perfecto estado nuestros huesos y las células de la sangre, además de formar parte junto a las vitaminas, de las enzimas y coenzimas, sustancias que catalizan las distintas reacciones en el cuerpo; son tan importantes que si falta un mineral esencial, como el calcio o el hierro entre otros, comenzarán a producirse disfunciones graves en el cuerpo. Las vitaminas ayudan a reforzar los huesos, a sanar heridas, refuerzan el sistema inmunitario, reparan los daños celulares, generan colágeno y convierten la comida en energía. Por último, los alimentos proporcionan una buena cantidad de el agua que diariamente necesita el cuerpo, de 2 a 2,5 litros; esta ingesta del preciado líquido es fundamental para el organismo pues desarrolla el proceso de termorregulación que mantiene la temperatura del cuerpo constante en verano y en invierno, restituye el agua que pierde el cuerpo en los procesos renales, pulmonares, digestivos y cutáneos en los que se eliminan desechos y toxinas, evita la deshidratación que produce daños en el organismo, en el hígado actúa como degradador de alimentos, facilita la absorción de nutrientes, ablanda las heces evitando un posible estreñimiento y favorece la saciedad, contribuyendo con ello a frenar el hambre y evita consumir  alimentos en exceso: incluso ayuda al mantenimiento de la atención y a la capacidad de memorización, ya que el cerebro es sensible al desequilibrio hídrico y la deshidratación disminuye el estado de ánimo aumentando el estrés y la ansiedad; la buena hidratación también ayuda a la limpieza facial eliminando el polvo y las impurezas que llegan a la piel.

Ahora bien, es precisamente en el aspecto histórico que pretende aplicar un marco al problema de las continuas alergias e intolerancias alimentarias, problemas de obesidad, etc observados en las sociedades de los países desarrollados (con suficiente dinero para cubrir las necesidades de alimentación); en el que cada día más parecen incidir cierta corriente de médicos nutricionistas que llegaron a proponer dietas como la llamada “paleolítica”, consistente en ingerir alimentos muy parecidos a los que supuestamente comerían nuestros antepasados en la edad de las cavernas.


¿La razón? Dado que gran cantidad de vegetales como el maíz, soja y otros productos de la agricultura que hoy ingerimos han sido modificados genéticamente para resistir plagas, dar más cosechas, tener menos semillas, ser de un color determinado y un largo etcétera, muy posiblemente –razonan los partidarios de “la dieta paleolítica” (aquí más información)- nuestros organismos que están expuestos a estos productos modificados desde hace muy poco tiempo, reaccionen mal a ellos y de ahí deriven todas las intolerancias y alergias alimentarias. Lo mismo hay que decir que la bollería industrial, el azúcar (las gentes del Paleolítico a lo sumo ingerían frutos madurados que tendrían más fructosa, y miel), las bebidas azucaradas, el cacao (y sus variedades en batidos, para untar, chocolatinas, galletas, etc) y alcoholes (hay rastros de bebidas fermentadas como la cerveza o la hidromiel, desde el tercer milenio antes del cambio de era, y de vino un poco más tarde pero el whisky, ron, “chupitos”, y demás  surgieron milenios después). Los lácteos más básicos también son aceptados (leche, queso y poco más). Y esta idea arraigó fuerte entre las diversas sociedades desarrolladas… hasta que llegó la famosa “agenda 2030” y sus “sugerencias” aceptadas por todos los gobiernos, aunque ninguno las hubiera votado, que han llevado al descalabro económico que actualmente vivimos en todo el mundo pues imponen prescindir de los combustibles fósiles y de los motores de combustión tradicionales con la excusa de evitar contaminar la atmósfera y producir el calentamiento global (si bien los principales contaminantes del mundo, con más del 60 % de emisiones gaseosas a la atmósfera –India, Rusia, China, Estados Unidos, otros países asiáticos, países de Oriente Medio que poseen gran cantidad del petróleo, etc- han manifestado que continuarán con sus emisiones e incluso las aumentarán puesto que por ejemplo este pasado mes de mayo fue el más gélido desde que se tiene registros y nunca antes el Polo Norte había tenido tal espesor de hielo como el medido hoy, etc), reducir el número de cabezas de ganado para consumir carne fabricada en laboratorio o insectos.

          La Agenda 2030 propone unos postulados, para un desarrollo sostenible, que si bien a priori parecen ser lógicos, “esconden” acciones como derruir presas para que los peces puedan remontar ríos, dejar de poseer granjas (con cuidados a los animales, muchos criados en dehesas o campos, paseados por pastores, etc) para importar carnes de terceros países donde los animales están hacinados en jaulas apiladas, no cuidados por veterinarios, alimentados a la fuerza o engordados artificialmente, etc; sancionar el uso de coches de combustión para imponer costosos coches eléctricos que tardan entre 2,5-5 horas en cargar sus baterías, se carece de suficientes puntos de carga para el parque automovilístico que hoy existe, si no hay presas ni centrales térmicas dependeremos energéticamente de terceros países; al no haber pastoreo ni ganaderos los montes quedarán descuidados ocurriendo los megaincendios que se vienen produciendo en los países desarrollados desde que se usa la agenda 2030 (últimos 5 años); destinar buena parte del terreno apto para la agricultura al barbecho (las tierras que fueron trabajadas durante décadas, al abandonarnas a su suerte solo generaran un erial con “malas hierbas” susceptibles de alimentar incendios pero no bosques que necesitan plantarse y cuidarse) para sustituir la producción agrícola por importaciones de terceros países (que emplean pesticidas prohibidos, importan plagas ajenas, fomentan transportes de largas distancias y deshechos en paquetería, a la par que condenan a “las tierras de barrio” de productos locales al cierre), etc.

Pero regresemos al asunto que nos atañe hoy, los alimentos a lo largo de la historia del ser humano.

            Los alimentos no son productos duraderos, se degradan como todo producto natural u orgánico al ser atacados por diferentes microorganismos existentes en la atmósfera; organismos como bacterias, levaduras y moho producen el deterioro microbiano de los alimentos, un problema cada vez más serio dado el crecimiento de la población mundial que exige el aumento en la producción de alimentos y hace que sea necesario aplicar diferentes tratamientos o utilizar conservantes para extender la vida media de un alimento. No son técnicas descubiertas y usadas en los tiempos modernos, ya se utilizaban técnicas de conservación en el siglo XIV e incluso muchos milenios antes, cuando la humanidad empleaba la sal (los salazones) y el humo (el “curado” por ahumado) para frenar el proceso de descomposición de la carne y el pescado. Le seguiría el empleo de vinagre para conservar la carne, o el uso de distintas especias, sal y vinagre en los encurtidos de aceitunas, verduras y hortalizas e incluso frutas, etc.


 A la izquierda, puesto de salazones muy similar al que sin duda vino existiendo desde el Neolítico o antes, en los mercados de las distintas civilizaciones. Derecha, reconstrucción de una caupona o taberna romana de las numerosas halladas en Pompeya, donde se servían salazones, encurtidos, vinos y cerveza.

 De entonces acá se han ido desarrollando otras técnicas de tratamiento y conservación de los alimentos, hasta que en el siglo pasado se comenzaron a utilizar como conservantes los aditivos alimentarios, que son sustancias químicas que producen una mejor conservación de las diferentes propiedades de un alimento. Hoy se han convertido en una parte indispensable de los alimentos que consumimos y no solo para lograr que se conserven durante más tiempo, sino para que además tengan un mejor sabor o un mejor aspecto. Estas sustancias, que controlan el deterioro de los alimentos, protegen contra la descomposición causada por microorganismos que tomados con el alimento producen intoxicación alimentaria. Los alimentos de alto riesgo, como carne, marisco, productos lácteos y queso, son caldo de cultivo para microorganismos potencialmente peligrosos, que se pueden neutralizar con la adición de un conservante para evitar el deterioro, si bien debe tenerse presente que la descomposición de un alimento no solo se produce por los microorganismos, también puede descomponerse por factores químicos o físicos, como la oxidación, la temperatura o la luz, que pueden también volver rancio un alimento. El uso de aditivos conservantes también puede evitar o retrasar en estos casos la degradación del alimento. Se podría afirmar que los conservantes cuidan la calidad de los alimentos y bebidas y prolongan su vida útil, reduciendo pérdidas y el desperdicio de alimentos. De ahí que sea prioritario mejorar los tratamientos de conservación y actualmente disponemos de una amplia gama de tratamientos para ello.

            A los dos ya señalados, el salado y el curado, se puede adicionar la desecación por la luz solar, que hace que los alimentos pierdan el agua suficiente para impedir que los organismos puedan crecer. Para hacer más operativo este tratamiento se suele añadir al alimento algún que otro producto químico, que poco a poco va cambiando en función de los avances analíticos. Si en la salazón inicial se mezclaban los alimentos con la sal común, con el tiempo se fue sustituyendo por sales sódicas (nitritos y nitratos, sulfitos…) y ácidos inorgánicos, que potencian el proceso. En el ahumado se añadieron antibióticos y sustancias antioxidantes, que mejoran el método. En el adobado y en la fermentación, un cambio de la acidez del alimento frena el crecimiento de microorganismos, utilizando para ello sustancias químicas ácidas; el empleo de sustancias químicas facilita la homogenización y permite incluir carnes, pescados y vegetales en el mismo producto adobado.


             Las actuales “regañás”, como se conoce en Andalucía a una modalidad de pan duro que se viene comercializando desde hace milenios, sacó de bastantes apuros a los Tercios, navegantes y marinos del Imperio Español pues figuraba entre los alimentos que se consumían en los viajes, junto con queso curado, encurtidos, “mojamas” (carnes de pescado, fundamentalmente de atún de almadraba, en salazón, preparada como jamón, de ahí que se les diga “el jamón del mar”), “carne seca” (como jamón serrano y otros embutidos, cecina, etc, carnes curadas por deshidratación) y ahumados. Estos marineros difundirían estas maneras de tratar los alimentos por todo el amplio mundo que visitaron (ver otras entradas de este blog sobre “El lago español” y contenidos similares).

             Un paso importante en la conservación de los alimentos se logró con la congelación o manteniendo los productos alimenticios a temperaturas bajas. La refrigeración es quizás el método más empleado en la conservación de los alimentos, pero para ello se debe controlar la temperatura y adaptarla a cada caso. Cada tipo de alimento se congela de forma diferente: los tejidos vegetales corren el riesgo de perder turgencia y mucho líquido al descongelarlos, lo que favorecería el ataque por microorganismos, por lo que es necesario escaldarlos con vapor o agua caliente durante un corto periodo de tiempo antes de la congelación. Para las carnes es necesario establecer el rigor mortis antes de la congelación, con el fin de suavizar la tendencia del músculo a contraerse y volverse duro. En todos los casos la congelación debe ser rápida para evitar que se formen cristales de hielo que romperían las paredes de las células, escapándose su contenido. También hay que tener en cuenta que los alimentos solo deben descongelarse una vez antes de su consumo, ya que si se intentaran congelar por segunda vez, además de producirse la desnaturalización proteica, también se produciría la contaminación por bacterias. De ahí la importancia de controlar la temperatura de mantenimiento en los traslados, comercio y distribución.

            Otro método de conservación de los alimentos que ha experimentado grandes cambios ha sido el enlatado. Se inventó en el siglo XIX en Inglaterra y en Francia y ha ido evolucionando hasta nuestros días con la aplicación de distintos conservantes y tratamientos térmicos. Los alimentos resisten durante largo tiempo cualquier tipo de transporte y almacenamiento, dependerá del cerrado hermético al vacío para luego calentarlos por tiempo reducido a una temperatura característica de cada producto, de forma que se destruya todo microorganismo patógeno que pueda existir. Inicialmente a este tratamiento se le denominó pasteurización en honor a su descubridor, Pasteur.

            También el método de secado se ha modernizado con diferentes técnicas de deshidratación. Además de la preparación de leche en polvo, té, café… este proceso se utiliza en el enlatado, envasado y congelado, empleándose desde aire caliente hasta el secado por vacío.

            Resumiendo, en todos los métodos de conservación se utilizan métodos físicos y químicos, empleando en ellos aditivos químicos. Estas sustancias acompañan a la mayor parte de los alimentos, y en los preparados instantáneos su número es muy elevado dado el riesgo de ese tipo de alimentos a deteriorarse y a producir intoxicaciones. Su empleo está justificado siempre que se trate de frenar el deterioro de los alimentos, cosa que no siempre es su prioridad, porque en una sociedad crecientemente consumista son muchas las sustancias químicas que se emplean para sustituir a los productos naturales, ya que estas sustancias son más económicas y duraderas. Pero eso no es legal y debe estar perseguido, porque el uso de esas sustancias químicas con ese objetivo pretende es viciar o falsificar un alimento o bebida. Se pueden hacer “zumos de frutas” sin frutas. Hay sustancias en química orgánica, los esteres, que pueden imitar esencias de frutas en los zumos comerciales, y los hay de muchos sabores:

La esencia de albaricoque se consigue con butirato de etilo y amilo,

la de manzana, con isovalerianato de isoamilo, butirato y propionato de etilo,

la de melocotón, con formiato, butirato e isovalerianato de etilo,

la de naranja con acetato de etilo,

la de pera con acetato de isoamilo,

la de piña con butiratos de metilo, etilo, butilo e isoamilo,

la de plátano con acetatos de amilo e isoamilo, isovalerianato de isoamilo,

la de uva con formiato y heptanoato de etilo,

la de frambuesa con formiato y acetato de isobutilo,

la de membrillo con nonilato de etilo,

la de coñac y vinos con ester enántico (heptanoato de etilo),

la de ron con formiato de etilo,

la de rosas con butirato y nonilato de etilo.

Es importante leer con atención las etiquetas, pues por ley deben indicar si los zumos proceden de exprimir fruta (zumo s.s.), de concentrado (se deshidrata el exprimido hasta el 85% para su transporte y envasado y se vuelve a añadir luego el agua y aromas), o a partir de néctar (elaborado al añadir a zumo exprimido de frutas, abundante agua y azúcares o edulcorantes, si se quiere hacer pasar por más “saludable”, ahorrando mucha fruta en el proceso), o de bebida de frutas (posee un 10% de exprimido, el resto es agua y azúcares o edulcorantes).

             Al hablar de aditivos conservantes entramos en otro mundo, porque hay tantos que es difícil controlar el efecto final acumulativo que puede producir en el alimento. Los alimentos preparados, al obtenerlos de sustancias muertas necesitan de varios conservantes para no ser descompuestos por los microorganismos. Aunque la legislación vigente autorice numerosos aditivos, desde el punto de vista social es inadmisible que bajo la denominación de alimento “natural” se ingieran sustancias químicas añadidas artificialmente. Cierto que estas sustancias pueden tener efectos beneficiosos para el alimento, pero al haber tantos para tantas propiedades, cuesta trabajo analizar el efecto global que puede resultar de mezclarlos en el mismo producto.

            Los alimentos que contienen grasas o aceites corren el peligro de enranciarse si se exponen al aire, a la humedad o al calor debido a las reacciones en las que los lípidos se descomponen en ácidos grasos de olor desagradable. Por otra parte, los alimentos que contienen azúcares o proteínas al degradarse ocasionan decoloración y olores molestos. Para evitar o retrasar estos procesos se emplean los antioxidantes como los ácidos ascórbico, cítrico, fosfórico, el propionato, o el benzoato sódico, entre otros. Para impedir el desarrollo de bacterias y mohos en los alimentos con alto porcentaje de humedad, se aplican preservantes o conservantes, que son la mayoría de los antioxidantes más otras sustancias como el ácido láctico, el sórbico, el benzóico y el EDTA, y sus sales sódica, entre otros. También se suelen utilizar aditivos saborizantes y especias para proporcionar sabores y olores singulares a las comidas, como el glutamato sódico, muy usado en las comidas chinas y en las sopas de sobre, en los tacos para sopicaldo o los sabores de fruta anteriormente señalados. También se emplean edulcorantes para endulzar, como la sacarosa y la sacarina; sin embargo, en el reciente pasado son muchos los aditivos edulcorantes, como los ciclamatos, que se prohibieron por su toxicidad y que eran mucho más económicos.

            Los colorantes son también otros aditivos que han levantado muchas críticas. Se agregan al alimento para darle color. Por ejemplo, como la mantequilla de las vacas que se alimentan con cierto tipo de forraje es de color blanco se le adiciona dimetilaminobenzol, que la amarillea. Pero en este grupo de aditivos están las sustancias más tóxicas; el 90% de los colorantes son artificiales, y hay cientos de ellos. En el pasado reciente, la Organización Mundial para la Salud solo había aprobado diez, y pocos de ellos baratos. Los estabilizantes se emplean para espesar, dar cuerpo o aglutinar y se obtienen de árboles y algas. El agar-agar, los alginatos y la carregina se emplearon mucho. Los emulsionantes aumentan la mezcla entre los aceites y el agua o bien evitan hacer espumas; aquí se emplean monoglicéridos, diglicéridos y polisorbatos, entre muchos otros. Los antiglutinantes hacen que algunos alimentos permanezcan secos, evitando su afinación o endurecimiento. Los suavizantes son alcoholes polihidroxílicos como el manitol, el sorbitol y la glicerina, entre otros, y se usan para modificar la textura. Los quelantes o secuestrantes se añaden generalmente a las comidas enlatadas para evitar que el alimento reaccione con los metales, que pudieran desprenderse por un fallo o un golpe en la lata, y produzca decoloraciones o descomposiciones. El EDTA, libre o en sal sódica, reacciona con metales tóxicos como el zinc, el cadmio y el hierro, formando con ellos compuestos estables. Los acidulantes y los neutralizantes se emplean para modificar la acidez del alimento; para acidificar se solía utilizar el acido cítrico o el tartárico, para neutralizar el bicarbonato amónico y el carbonato sódico, entre otros. Y no son los únicos tipos de aditivos que se emplean en la industria alimentaria.

            Si observamos las propiedades que cada aditivo proporciona al alimento es fácil darse cuenta de que son necesarios para los preparados alimenticios. Debe lograrse con ello una duración larga del alimento sin que se descomponga, al tratarse de materia muerta,  por el ataque de microorganismos. La inocuidad de un aditivo se basa en pruebas analíticas a corto y largo plazo efectuadas sobre gran variedad de animales, considerando que un aditivo es inocuo si un nivel cien veces mayor al empleado en los alimentos no produce daño en los animales; pero el problema radica en que en un producto pueden coincidir media docena de diferentes aditivos y no se ha tenido en cuenta el efecto acumulativo de varios aditivos en un mismo alimento, pues uno puede potenciar enormemente las propiedades de otro, y a veces hasta se modifican los resultados que se pretendían. Sabemos que hay aditivos poco o menos perjudiciales para la salud pero no hay que olvidar que pueden ser sustituidos por otros más problemáticos y más baratos.

            Siempre son preferibles los alimentos sin aditivos. Quizás estas sustancias puedan garantizar la “sanidad” del producto, esto es, la ausencia de microorganismos patógenos, pero no su calidad. Emplear un aditivo es desnaturalizar un alimento. Cualquier alimento natural debe primar en la elección del consumidor. Es preferible elegir zumos hechos al instante con frutas o verduras a los obtenidos a partir de agua, edulcorante, saborizante y colorante; mejor pasteles preparados con harina integral de trigo biológico que los obtenidos a partir de harinas blancas mezcladas con salvado y aditivos especiales para pan “integral”; yogures hechos por uno mismo que los que contienen penicilina; huevos de gallinas que picotean libremente por los campos a los que acaban de salir de una cámara frigorífica en la que han estado alojados durante meses y provienen de pobres aves encajonadas y alimentadas con harina de pescado… Es importante decidirse por alimentos sanos y naturales, pero no es fácil distinguirlos, porque cuando un alimento es transformado y envasado es difícil diferenciar el que lleva menos aditivos. Los tiempos modernos y las grandes ciudades nos han encerrado en ese problema.

            Y digo tiempos modernos porque no hace tanto tiempo, apenas cincuenta años antes, gran parte de los alimentos que se consumían eran mucho más saludables que ahora pues llevaban menos conservantes, edulcorantes, azúcares, etc. Conviene visitar por ello, cada cierto tiempo, alguno de los muchos museos etnológicos que poseemos en España (a menudo emplazados en edificios históricos o bonitos en sí mismos). Uno de los últimos descubrimientos que hice en este sentido (aparte del de Almonte, en Huelva y el de la Transhumancia, en el pueblo soriano de Oncala, que recomiendo), es el Museo de la Huerta en la localidad murciana de Alcantarilla (sede de las imponentes fábricas de la empresa Hero y Hero Baby). Además del personal que lo lleva, que es realmente amable y encantador, los objetos que posee y su contenido efectúa un paseo nostálgico por un pasado no muy alejado, común en nuestros abuelos e incluso padres. Mostraré tan solo unos ejemplos pues no deseo restarles visitas, y recomiendo “perder” allí unos 40 minutos pues hay toda una serie de objetos, canciones (grabadas por toda la provincia y reproducibles en paneles dispuestos en el pasillo junto a la antigua botica y escuela), olores y edificios reconstruidos que merecen mucho la pena contemplar, ver y oír.


 Una de las cosas que me gustan de estos museos es observar los rostros de gentes que vivieron y usaron utensilios que se exponen, a modo de homenaje y recuerdo a sus memorias. Y por mucho que sorprendan a ciertas políticas que creen que antes de ellas existía la nada, en el texto señalado se habla de una de las primeras huelgas de trabajadores en España, efectuada por mujeres y lograron que se aceptaran todas sus exigencias.

             Con todo, conviene centrarnos pues así como el globalismo ha traído acciones que no veo muy bien (esencialmente importar alimentos de lugares alejados más de 500 kilómetros, consumir productos llenos de recipientes, papeles y plásticos para su embalaje, o hasta arriba de sustancias químicas que ocupan varios renglones en la lista de ingredientes), podemos caer en ideas equivocadas. Hace ya varios meses (antes de que facebook me retirara, sin consultarme, entradas que había compartido de mi blog, así como fotografías de paisajes preciosos por todo el mundo, alegando que podía haber publicidad o caer en conductas prohibidas, al mostrar yo ciertos comportamientos como basuras en lugares donde no tendrían que estar o compartir vídeos de abandono de animales, etc; así que decidí irme y dejar de usar un medio que se permite decidir qué contenido mío publica y cuál censura, para eso ya tengo yo mi criterio propio y los comentarios del personal) “me vi obligada” a participar en un debate en el que se trataba de defender que el regreso a la vida en el paleolítico sería infinitamente mejor que en nuestros días. Mi opinión es que, como todo, es bueno pero en cierta medida ya que les recordé que entonces la esperanza de vida era de unos 30 años, se moría de gripes, de partos, de caídas con fracturas e incluso de infecciones en la boca, por no hablar del terror casi constante al entorno, a los grandes predadores y a los elementos climáticos que se desconocían, la alimentación era escasa y deficiente, las herramientas y utensilios escasas, además que el transporte se reducía a tus propias piernas. En este sentido se encamina uno de los paneles del Museo de la Huerta de Alcantarilla, en Murcia, con el que cierro la presente entrada:


 

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