Confieso
que es uno de mis palacios reales favoritos, tanto por la “sencillez”
y sobriedad de sus pasillos como por el inigualable marco sobre el
que se alza, en plena sierra granítica madrileña. El aire allí es
tan puro y ligero como frío, capaz de arrancar a uno de sus
ensoñaciones. Tal vez por eso decidió emplazar allí Felipe II su
palacio real, con el que deseaba conmemorar la batalla de San
Quintín, centro del gran universo que entonces era el Imperio
Español en cuya vasta extensión –desde América hasta Filipinas,
llamadas así precisamente por el monarca Phillipe II- no se ponía
el sol y desde donde regía cada pequeño detalle relativo a cuanto
acontecía dentro de sus fronteras.
Sin ir más lejos, éste es el gran reproche que le hago a mi monarca
favorito con respecto a la Invencible (ver aquí): haber sido incapaz de delegar la dirección en los magistrales
militares que iban a bordo (Recalde y Oquendo, entre otros).
Pero regresemos al Escorial. Dice la tradición que precisamente en
este lugar se encontraba una de las puertas del infierno que las
leyendas han ubicado por todo el globo terráqueo. Por eso Felipe II
mandó situar, cerrando tal puerta, su palacio a modo de la parrilla
del martirio que San Lorenzo sufrió, ubicando además una reliquia santa en lo alto de
cada una de las torres del edificio.
Cuentan historiadores y biografistas que a lo que más temía el
emperador Felipe II era a los ejércitos de demonios de los
infiernos. Tal vez por ello disfrutara del cuadro que tanto
aborrezco, “El jardín de las delicias” del Bosco, en el
que por cierto no encuentro una sola de esas delicias (y cuyo
simbolismo ya analizamos aquí).
Continuando
con las tradiciones, se rumorea que cuando las campanas de El
Escorial redoblan a las doce de la noche, se escucha en el palacio la
risa del emperador Felipe II, tal vez celebrando que en las llamadas
“horas de las brujas” la puerta del infierno continúe cerrada en
el Escorial, actuando las reliquias (las había de San
Pedro, San Sebastián, Santa Bárbara y una larga lista que abarcaba
siete mil reliquias de todos los santos excepto de Santiago el
Mayor, San José y San Juan Evangelista) ubicadas en las alturas como
poderosos talismanes. Por cierto que las cubiertas de los cimborrios
se realizaron en bronce, brillantes como el oro. Se comenta que en
cierta visita el embajador francés criticó el palacio por sobrarle
piedra y faltarle oro. El monarca mandó entonces instalar estas
cubiertas y durante una visita posterior, el embajador se interesó
por saber qué era lo que brillaba tanto en lo alto de las torres.
Con indiferencia, el monarca respondió: “ah, eso, …es que se
nos acabó la piedra y tuvimos que recurrir al oro para finalizar la
torre.”
Dejando
las leyendas a un lado, una de las cosas que más me apena es que
el monarca se decantara por Juan Bautista de Toledo y Juan de Herrera
para realizar su palacio. En mi libro “Riaño, el hijo de la viuda”
en el que analizo la simbología de Diego de Riaño y la enlazo con
tradiciones milenarias de logias de constructores medievales y
francmasones, recojo cómo Manuel de Herrera no dudó en derribar una
obra en construcción de Diego de Riaño, cargada de simbolismo al más
puro estilo plateresco, para levantar similar edificio pero en el
sobrio y carente de simbolismo estilo herreriano. Una auténtica
pena. Sin duda de haber encargado el edificio de El Escorial a Diego
de Riaño sus fachadas habrían relatado maravillas simbólicas a
todo aquél que supiera leerlas. Y más en pleno Renacimiento, con el
gran caldo de cultivo de todo tipo de saber (recordemos al
bibliotecario iniciático del Escorial, Arias Montano) que era
entonces la corte de Felipe II, unido a las milenarias leyendas que
existían en torno al emplazamiento en plena sierra de Guadarrama,
donde aún perviven dólmenes (como vimos aquí) y restos celtiberos.
Pero sin
duda el monarca era más amigo de la idea “la procesión va por
dentro” que transmitió a su palacio, con despobladas fachadas pero
con un corazón cargado de conocimientos escondido en la Biblioteca,
bajo la sabia mirada de Arias Montano. Ahí es nada.
Retrato
de Benito Arias Montano (posando con un libro y el traje de la orden
de Santiago), junto a una imagen de la majestuosa biblioteca de El
Escorial.
A pesar
de las varias biografías que circulan por las librerías sobre
Felipe II, considero que nunca ha llegado a ser del todo bien
comprendido. Así, son muchos los autores, fundamentalmente
anglosajones, que le acusan de poseer un radicalismo católico tal
que le llevó a alzarse como paladín de esta religión, iniciando
numerosas batallas por este motivo. Tengo mis serias reservas. Por
ejemplo, en el caso de la Armada Invencible. En mi libro muestro
claramente cómo fue el Papa el que comenzó a agobiar y presionar
con sus súplicas al monarca español para que destituyera del
trono de Inglaterra a Isabel I. Felipe II desoyó cuanto pudo
esas peticiones, hasta que no le quedó más remedio que intervenir,
cuando Isabel I comenzó a mandar a “sus perros del mar”, como le
gustaba llamar a sus piratas, a atacar puertos destacados en la
Península Ibérica. Pero es que, al margen de esto, hay otras
evidencias que parecen escapar a la observación y análisis de sus
biógrafos: el conjunto de perseguidos por la Inquisición, por
cuestiones de fe y religiosas –entre los que figuraban los
alquimistas y filósofos Nicolás Guibert, el cardenal Granvela, el
mismo Juan de Herrera o Benito Arias Montano, entre otros, con sus
propios laboratorios en palacio- que Felipe II arropó bajo su manto
prestándo atención a sus consejos y sugerencias. Este repetido
comportamiento casa mal, a mi entender, con los radicalismos católicos
que tratan de atribuirle. Cierto es que creía en Jesucristo y los
beneficios protectores de las reliquias de santos cristianos, pero no
deja de ser menos cierto que admiraba otras doctrinas religiosas y de
pensamiento como la judía, la Cábala o la Alquimia, por ejemplo.
Tal era
su inquietud cultural que a su fallecimiento dejó la mayor colección
de libros de toda Europa: más de 14.000 ejemplares, entre los
figuraba la “Cosmografía” de Apiano, obras en griego y latín de
Aristóteles (maestro del gran Alejandro Magno), Galeno, Arquímedes,
Macrobio, Hipócrates, Julio César o autores árabes con sus
pergaminos redactados en dicho idioma y la “Arquitectura” del
italiano Vitrubio (obra en la que Da Vinci se basó para realizar su
archifamosos dibujo de las proporciones áureas), entre otros. Y
junto a su cama se encontró “El Pronosticón”, un libro
expresamente realizado para él por el astrólogo, médico,
matemático y astrónomo alemán Matthias Hacus, en el que se
analizaban diferentes fechas en relación con la posición de las
estrellas, así como la carta astral del emperador. No fue el único,
ya que Francesco Iunctino también puso sus conocimientos al servicio
del emperador, realizándose un concienzudo estudio de su horóscopo y
fecha de nacimiento. La confianza que Felipe II depositaba en la
influencia de los astros era tal que llegó a retrasar o adelantar
determinados hechos para coincidir con ciertas posiciones del cielo
favorable para sus fines.
De
hecho, en 1634 se concluyó –tras un concienzudo estudio de las
obras de la biblioteca del palacio- que constaban 400 obras
prohibidas por la Inquisición. Su hijo, Felipe III, logró de esta
Santa Institución el perdón para dichas obras a cambio de ser
vistas únicamente por el prior, el bibliotecario y varios
catedráticos que regentaban el palacio real, sobreviviendo hasta
nuestros días.
Fotografía antigua del dormitorio de Felipe II en El Escorial.
Detalle de una carta manuscrita por el emperador firmando “yo el
rey F”. Se sabe que el monarca, a imitación de su padre Carlos
I en Yuste, mandó colocar en el altar mayor de la iglesia de palacio
una “llama eterna” que veía desde su cama y que representaba la
pervivencia del Bien entre las sombras.
Son
muchos los autores que no han dudado en afirmar que Felipe II estaba
tan obsesionado por la alquimia porque su maltrecha economía exigía
oro a raudales, así que se hizo con “lo mejorcito de cada casa”
en esta materia perseguida por la Iglesia con el fin de que le
produjeran oro a espuertas. Es de las cosas más absurdas que he
leído nunca, además de encajar mal con la idea del monarca tan sumamante católico que rozaba el radicalismo fanático. Más me inclino a pensar que los laboratorios que mandó
instalar en palacio para los alquimistas buscaban dar con
medicamentos eficaces para sus problemas de salud. Y de hecho es la
explicación más lógica. Imagina que eres el emperador de un
imperio que abarca desde América hasta Oriente; por tu territorio
circulan todo tipo de razas, hablando infinidad de lenguas y
comerciando con todo tipo de sustancias. Y tú eres el dueño de todo
eso, pero tienes dolores tremendos. ¿No mandarías que acudieran los
mejores científicos y pondrías a su disposición las últimas
tecnologías con el fin de que te curasen?. Jehan L’Hermite en sus
escritos describe todo tipo de maravillas, incluyendo un matraz de
destilar con 23 retortas o espacios de condensación y decantación,
“la tecnología punta” en matraces y aparatos de laboratorio de
su tiempo. Al frente de tan moderno laboratorio se encontraba el
boticario (y alquimista) Diego de Santiago.
Existe
una leyenda que habla de un rayo que durante una tormenta desatada en
el monte Abantos en 1577 atacó la sacristía, acudiendo los
franciscanos del monasterio a apagar las llamas, pereciendo días más
tarde el relojero, aquejado de un mal que se creyó consecuencia del
rayo por unos, y de la puerta del infierno, por otros. Los hay más
desconfiados –y que me convencen más- que se cuestionan si el
fuego no pudo deberse a alguna explosión ocurrida en el laboratorio.
Con
todo, es curiosa esa asociación que hace el pueblo llano entre un
rayo y el infierno, ya que según otros relatos cuando los
especialistas estudiaban el lugar donde ubicar el palacio se desató
una tormenta con multitud de rayos descargando en la zona donde ahora
se levanta el edificio, señalándoles que allí se encontraba la
puerta del infierno. Curioso. Sin embargo, la sierra es granítica y
en este tipo de rocas es común encontrar magnetita, un mineral muy
magnético que posiblemente sea la que atraiga a los rayos, más que
imaginadas puertas.
Regresando
a la biblioteca, allí se encuentra la llamada esfera armilar
(esfera celeste) realizada por Santucci Antonio en 1582 en Florencia,
plasmando el sistema del sabio clásico Ptolomeo. Fijémonos en sus
patas. Aparecen cuatro (número cargado de simbolismo) esfinges que
recuerdan a la adivinanza que según los autores clásicos
transformó a Edipo en rey y que había que responder adecuadamente
si se deseaba sobrevivir en una especie de relato iniciático que
recogía la prueba que “mataba” al aprendiz transformándolo en
maestro.
Si miramos con detalle el cuello de las esfinges, no podemos por
menos que asombrarnos de reconocer a las llamadas “mujeres jirafa”
de África y Tailandia. ¿Supo Felipe II de ellas?.
Otro curioso simbolismo lo encontramos en los suelos de las salas
principales. El pavimento blanco predomina, apareciendo baldosas
negras en cuyo centro se alza una cruz blanca. ¿Nuevamente un
simbolismo del Bien abriéndose camino entre las tinieblas?.
En la
imagen, plano del Palacio Real de San Lorenzo de El Escorial. Bajo
él, detalle de la biblioteca mostrando la decoración de la solería
y el comedor con el meridiano solar trazado en bella madera decorada.
En el
Comedor, el meridiano solar está destacado, así como los doce meses
del año, cada uno representado por un signo zodiacal, otra muestra
más del saber astronómico y astrológico perseguido por la iglesia
e instalado por orden del rey en pleno monasterio de El Escorial (el
monasterio fue fundado en 1567).
Hay
pasadizos que comunican distintas salas y otro rincón extraño lo
constituye una sala sin ornamentación que parte del panteón de los
Infantes de la Corona Española en la que, como ya ocurriera en la Alhambra,
el dominio arquitectónico es tal que permite a dos personas que
susurran en esquinas opuestas oírse con gran nitidez y volumen.
Por otro
lado, el emperador hizo traer al monasterio del Escorial a los niños
del monasterio segoviano de Párraces para deleitar con sus bellas
voces las oraciones matutinas así como las misas de las fechas más
señaladas. En el monasterio se les instruía en Música y Gramática.
Curiosamente en la antigüedad clásica se creía que Orfeo, con su
lira y conocimientos musicales podía calmar y dormir al can Cerbero,
vigilante de la entrada del inframundo (y hermano del perro del rey
tartesio Gerión, como ya vimos aquí), cuando descendió a los infiernos guiado por Hermes, en busca de
su amada Eurídice. ¿Trataba con estas angelicales voces de niños
de apaciguar los demonios de su particular puerta del infierno?.
Otra
extrañeza del monarca, ¿por qué estando el Panteón Real a pocos
metros, él se hizo enterrar junto con su familia en una humilde sala
que se localiza bajo el altar mayor que contempló en vida, todas
las noches, desde su cama?.
Hay en
este edificio tantísimo simbolismo que necesariamente debemos
considerar seguir con el asunto en alguna futura entrada, si a los
lectores les parece buena idea, ya que queda aún mucho por decir (la
reina de Saba, reyes y templarios jugando al ajedrez, grandes salas
cuya puerta de acceso se localiza escondida en un lateral, la sala de las batallas marinas, …por no abordar las pinuras de la bóveda de la biblioteca).
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