Dentro del Ejército Español
existe un cuerpo denominado La Legión. La
legión Española fue creada el 28 de enero de 1920 ( efectivamente queda
fundada el 20 de septiembre de dicho año, con el alistamiento del primer
legionario, Marcelo Villeval Gaitán, que por entonces contaba con 30 años,
según informa la página oficial de La Legión), por el general José Millán Astray y Terrenos, manco, tuerto y mutilado, para
que, al igual que ocurría con la Legión Extranjera
de Francia, hubiera un cuerpo de élite del Ejército Español que fuera capaz de
llevar a buen término las más audaces y peligrosas misiones, especialmente en el norte de África.
Nacía así el Tercio de
Extranjeros, que a partir de 1925, pasaría a denominarse Legión Española, o
sencillamente, “La Legión”.
Desde 1928, a cada uno de los legionarios se le conocería como “el novio de la muerte” y
así se autoproclamaban en su himno. Pero, ¿de dónde procede tan peculiar
denominación?.
Se sabe que el actual himno de la Legión nació inicialmente
como un cuplé más, denominado precisamente "El novio de la muerte", en la década de 1920. Fue
cantado por primera vez por Mercedes Fernández, alias Lola Montes, con música
de Juan Costa y letra de Fidel Prado, en el teatro malagueño Vital Aza en julio
de 1921.
El letrista, años más tarde, afirmaría que se había inspirado en las hazañas de muchos
soldados de dicho Tercio de Extranjeros que se encontraban combatiendo en
Marruecos el avance del ejército marroquí, que causaba un número bastante
elevado de bajas. Esta élite del ejército
español tomaba su nombre de los famosos Tercios, el ejército español que
durante varios siglos fue el ejército más efectivo, eficaz y mejor preparado
del mundo.
Fragmento de un documental de la
cadena de televisión española Intereconomía que imita el cuplé original “Novio
de la Muerte”
cantado por Mercedes Fernández (si bien no canta ella). La letra del
himno puede leerse, entre otras páginas, aquí, perteneciente a La Legión).
Aquella tarde
de julio de 1921, entre los asistentes al teatro malagueño se encontraba la
sobrina del general Espartero,
Duquesa de la
Victoria, a la que encantó el cuplé. En esos días había
desembarcado el Tercio de Extranjeros (La Legión) en Málaga, tras la defensa ante el encarnizado ataque de las
tropas rifeñas de Abdelkrim, que supuso la muerte de más de diez mil soldados
españoles, según ciertas estimaciones y que pasaría a ser conocido como “el Desastre
de Annual".
El
cuplé narra la intención de un tercio (soldado de los Tercios) de lograr
la muerte para reencontrarse así con su amada fallecida y gustó tanto, que el
fundador de esta unidad, José Millán Astray y Terrenos, pidió que se adaptara a
la partitura de una marcha, sustituyendo así al himno "Tercios Heroicos" que hasta el momento era la canción del recién creado “ Tercio
de Extranjeros”.
Tanto
gustó la nueva marcha que, desde 1928, pasó a ser el himno que sigue
acompañando en Semana Santa a los Caballeros Legionarios mientras portan en
procesión “el Cristo de la Buena Muerte”,
o el Cristo de Mena (por ser obra del escultor barroco Pablo de Mena), en Málaga.
Son
varios los libros de historia militar y blogs especializados que apuntan al cabo
Baltasar Queija de la Vega
como el primer “novio de la muerte”, al ser el primer legionario en morir en el campo de batalla, en Beni Hassán. El cabo había
perdido no hacía mucho a su novia, y penoso, comentaba a sus compañeros sus
deseos de recibir una bala enemiga directa al corazón que le llevara a reunirse
con su amada. Es la misma historia narrada en el cuplé que citaba anteriormente.
Ahora
bien, si miramos en los libros de literatura especializados en mitos,
romancero y leyendas españolas, nos sorprenderá remontarnos a los
famosos, preparados y temidísimos Tercios Imperiales, para encontrar una historia de un
personaje real que verdaderamente fue conocido como “el novio de la muerte”
debido a su audacia en el campo de batalla rayana con el suicidio y es que,
según él mismo reconoció a varios compañeros suyos, en verdad buscaba a La Muerte que se le había
personado como la más bella de las mujeres con las que se cruzó en su vida.
Curioso ¿no?. Veamos qué cuentan las crónicas de tan misterioso personaje.
Debemos
remontarnos a la
Extremadura del siglo XVI, donde encontramos un joven
huérfano de madre desde su nacimiento, César Dávila y Cortés, de una buena
familia hidalga de Medellín. Tal vez por tratar de reparar su pérdida, el padre
lo había mimado en exceso, de manera que el joven creció confiado, con
predisposición a la aventura y a ponerse a prueba ya que hasta el momento
siempre había logrado todo lo que se había propuesto.
Debido
a su buena posición social, al sobrepaternalismo del que gozaba y a su belleza
varonil, muy pronto comenzó a gozar del favor de numerosas damas que se sentían
cautivadas por su figura, belleza, picardía combinada con arrogancia y su
buen vestir. No tardó en convertirse en un habilidoso espadachín y, por sus
líos de faldas, aunque prohibidos y perseguidos, pronto se vio
involucrado en numerosos duelos a los que acudía, como era costumbre en la
época, oculto por su noble capa que, otro de sus detalles osados,
era tan carmesí como la pluma que decoraba su sombrero.
Es
de suponer que no tardó en resultarle escaso el riesgo que podía encontrar en su
rutina así que, atraído por las hazañas que escuchaba sobre los
profesionales tercios, se alistó en este ejército. Carecía de experiencia
alguna en el campo de batalla pero aún así se enroló en el Tercio que dirigía
don Lorenzo de Cañada, con el fin de desplazarse a los pocos días a pelear a
Italia. Llegados allí, les encargaron tomar Módena, ciudad que se resistió hasta
el punto de hacer caer a todos los oficiales en la batalla. Cuando el último de
los mandos pereció, se alzó la voz de un joven que decididamente daba órdenes a
los demás soldados, que aunque sorprendidos por el atuendo que aparentaba
ser de un soldado raso, siguieron sus órdenes considerando que se
hallaban ante un oficial ya que la pericia con la que se movía, el diestro uso
de la espada y su rápida capacidad estratégica les convencieron de que estaban
ante un capitán.
De este modo,
las tropas españolas lograron tomar la ciudad y, una vez concluida la batalla,
tras indagar a los infantes supervivientes, don Lorenzo de Cañada hizo llamar a
su tienda a aquel supuesto capitán que no era otro que César Dávila y Cortés.
Lorenzo le ofreció el ascenso de soldado raso a capitán si dentro de dos días
aceptaba mandar el batallón para tomar el último bastión que les había sido
encomendado, el fortín Este de la ciudad. Como supondrá el lector, el audaz
César aceptó la propuesta, de manera que Lorenzo de Cañada llevó a la nueva
adquisición ante el resto de oficiales de su destacamento para que todos se
conocieran. Todos ellos habían oído hablar tanto de las buenas dotes del supuesto
capitán, como de su temeridad en el campo de batalla, felicitándole por ello.
Sin embargo el alférez Felipe de Cáceres, desde el principio manifestó su desdén
por el advenedizo personaje, lo que hizo que entre ambos surgiera una fuerte
enemistad que requirió en varias ocasiones la intervención de otros oficiales
y compañeros para evitar que terminaran zanjándola en un duelo.
En la triunfal
entrada de las tropas españolas en el bastión, César iba a la cabeza como reconocimiento
por la hazaña mostrada dirigiendo al Tercio de Lorenzo de Cañada y toda la
población se agolpaba para ver el desfile. En un determinado momento, al alzar
la vista, César observó a una bella dama asomada a una ventana adornada con
macetas en flor, que le saludaba con un pañuelo negro. Continuó su recorrido con
el bonito rostro fijo en su mente y tanto se obsesionó con él que se prometió
dar con ella al terminar el desfile.
Mucho callejeó
César sin lograr recordar el lugar concreto donde se encontraba la ventana de
la mujer que le había cautivado cuando, de pronto, se tropezó con una mujer
enlutada, de blanca piel de porcelana y cautivador porte, que ocultaba su rostro
con una máscara amarilla. En el tropiezo se le cayó el pañuelo negro de la mano
que recogió galante el capitán devolviéndolo y diciéndole que quedaba a su
disposición. Entonces la mujer le confesó que huía de unos truhanes. César le
dijo que si ella se lo permitía, se ofrecía a ser su más fiel defensor y
acompañante, lo que produjo que la mujer sonriera con cierta mezcla de
coquetería, seducción y picardía que cautivó más aún si cabe al español.
Para sorpresa de la pareja, llegaron con precipitación tres embozados que seguían a la joven y con premura, César desenvainó su espada. Los tres hombres cargaron contra el capitán, llevándose -el más cercano al español- una estocada que lo mató al momento, huyendo los otros dos hombres. También la mujer inició su huída, mientras llegaba a oídos de César una risa cristalina y una seductora voz femenina que decía: “Señor caballero español, yo los favores los pago con un beso. Volveremos a vernos si sois valiente.”
Para sorpresa de la pareja, llegaron con precipitación tres embozados que seguían a la joven y con premura, César desenvainó su espada. Los tres hombres cargaron contra el capitán, llevándose -el más cercano al español- una estocada que lo mató al momento, huyendo los otros dos hombres. También la mujer inició su huída, mientras llegaba a oídos de César una risa cristalina y una seductora voz femenina que decía: “Señor caballero español, yo los favores los pago con un beso. Volveremos a vernos si sois valiente.”
“Mosquetero”, obra de
Ignacio León y Escosura. A su lado, cuadro que según como se mire muestra a una
joven con una vela, o bien a una calavera humana.
Aún con la espada en la mano, César echó a correr en dirección de la risa y de la voz para hacerse con su premio, pero en su frenético correr entre callejuelas, no logró llegar a ninguna parte conocida. Así las cosas, decidió regresar al campamento y proseguir su búsqueda otro día, pues le aguardaba al día siguiente un momento decisivo. Había logrado establecer con su compañero pero rival, el alférez Felipe de Cáceres, un compromiso de honor para ver cuál de ellos era más valiente y audaz logrando ser capitán al tomar el fortín este de la ciudad. Así que quería demostrarle que nada le distraía de la batalla y tras el desfile militar se le encontraría de nuevo en el campamento preparando la toma del bastión deseado.
Envainó su espada, volvió a cubrirse con su roja capa y se dispuso a regresar, cuando vio un balcón abriéndose que mostraba un salón iluminado y una mujer forcejeando con un hombre. La mujer, vestida de negro, alzó su mano en el aire y ante César, a sus pies, cayó una llave. El español la recogió con presteza y corrió al palacio a abrir con dicha llave, subió las escaleras de dos en dos y llegó al salón superior para encontrarse con el hombre que le aguardaba espada en mano. De nuevo se inició el duelo, pero ambos combatientes eran diestros en la espada, así que comenzó a alargarse por varias salas del palacio mientras nuevamente se escuchaban las risas y la frase de los besos en pago de los favores, lo que fue embraveciendo y animando más aún al español que, finalmente y aprovechando un desliz del adversario, logró darle una estocada mortal en el cuello, provocando que éste cayera de rodillas desangrándose mientras pronunció en un susurro: “cuidado…la muerte” y falleció.
Fuera de sí, deseando por fin recoger su premio, César se dirigió al salón donde aguardaba la joven enlutada. Al verle, le agradeció su gesto con seductora y melosa voz. Arrogante, el futuro capitán reclamó su premio, en forma de al menos dos besos y ella, retadora y coqueta, le dijo que se estaba planteando dárselos…o tal vez no. Él le dijo que aparte de no cumplir su palabra, no darle los besos sería bastante cruel después del riesgo corrido por su parte. Para su sorpresa ella le miró con tal intensidad que por primera vez el español se vio obligado a retirar sus ojos de los de una bella joven, a la vez que cierta sensación de familiaridad se apoderaba de él. ¿Sería posible que ya hubiera visto antes a tan enigmática mujer?; y sin embargo no lograba ubicar ni dónde ni en qué circunstancias.
Le sacó de sus cavilaciones el suave y frío tacto de la mano de la joven sobre la suya que aún sostenía la llave del palacio. Le pidió que regresara la noche siguiente si deseaba cobrar sus besos, lo que hirió el orgullo del capitán que le indicó que ninguna mujer había logrado captarlo dos noches seguidas. La mujer rió nuevamente, retadora, ella no era como las demás mujeres y sabía que lo que tenía para ofrecer lo engatusaría, no ya dos noches sino todas las que ella deseara. A modo de conclusión le alargó la mano. El español la besó, sintiendo de nuevo su tersura suave como la seda, pero fría. Se arregló la capa y salió enrabietado del palacio, con la llave en una de sus manos y en su cabeza retumbando la última frase de la joven: “mañana vendréis, caballero español. Llevaros la llave y tened por cierto que siempre, siempre, cumplo mi palabra”.
Aún con la espada en la mano, César echó a correr en dirección de la risa y de la voz para hacerse con su premio, pero en su frenético correr entre callejuelas, no logró llegar a ninguna parte conocida. Así las cosas, decidió regresar al campamento y proseguir su búsqueda otro día, pues le aguardaba al día siguiente un momento decisivo. Había logrado establecer con su compañero pero rival, el alférez Felipe de Cáceres, un compromiso de honor para ver cuál de ellos era más valiente y audaz logrando ser capitán al tomar el fortín este de la ciudad. Así que quería demostrarle que nada le distraía de la batalla y tras el desfile militar se le encontraría de nuevo en el campamento preparando la toma del bastión deseado.
Envainó su espada, volvió a cubrirse con su roja capa y se dispuso a regresar, cuando vio un balcón abriéndose que mostraba un salón iluminado y una mujer forcejeando con un hombre. La mujer, vestida de negro, alzó su mano en el aire y ante César, a sus pies, cayó una llave. El español la recogió con presteza y corrió al palacio a abrir con dicha llave, subió las escaleras de dos en dos y llegó al salón superior para encontrarse con el hombre que le aguardaba espada en mano. De nuevo se inició el duelo, pero ambos combatientes eran diestros en la espada, así que comenzó a alargarse por varias salas del palacio mientras nuevamente se escuchaban las risas y la frase de los besos en pago de los favores, lo que fue embraveciendo y animando más aún al español que, finalmente y aprovechando un desliz del adversario, logró darle una estocada mortal en el cuello, provocando que éste cayera de rodillas desangrándose mientras pronunció en un susurro: “cuidado…la muerte” y falleció.
Fuera de sí, deseando por fin recoger su premio, César se dirigió al salón donde aguardaba la joven enlutada. Al verle, le agradeció su gesto con seductora y melosa voz. Arrogante, el futuro capitán reclamó su premio, en forma de al menos dos besos y ella, retadora y coqueta, le dijo que se estaba planteando dárselos…o tal vez no. Él le dijo que aparte de no cumplir su palabra, no darle los besos sería bastante cruel después del riesgo corrido por su parte. Para su sorpresa ella le miró con tal intensidad que por primera vez el español se vio obligado a retirar sus ojos de los de una bella joven, a la vez que cierta sensación de familiaridad se apoderaba de él. ¿Sería posible que ya hubiera visto antes a tan enigmática mujer?; y sin embargo no lograba ubicar ni dónde ni en qué circunstancias.
Le sacó de sus cavilaciones el suave y frío tacto de la mano de la joven sobre la suya que aún sostenía la llave del palacio. Le pidió que regresara la noche siguiente si deseaba cobrar sus besos, lo que hirió el orgullo del capitán que le indicó que ninguna mujer había logrado captarlo dos noches seguidas. La mujer rió nuevamente, retadora, ella no era como las demás mujeres y sabía que lo que tenía para ofrecer lo engatusaría, no ya dos noches sino todas las que ella deseara. A modo de conclusión le alargó la mano. El español la besó, sintiendo de nuevo su tersura suave como la seda, pero fría. Se arregló la capa y salió enrabietado del palacio, con la llave en una de sus manos y en su cabeza retumbando la última frase de la joven: “mañana vendréis, caballero español. Llevaros la llave y tened por cierto que siempre, siempre, cumplo mi palabra”.
Al
día siguiente, bien pronto en la madrugada, César se esforzó más que nunca en
la toma de la torre del Este para lograr hacerse con la banda roja que
llevaría el reconocimiento de prestigio y honor en su particular duelo con
Felipe de Cáceres por ver cuál de los dos era mejor como militar, coronándose
con ella como capitán de los Tercios. Como era de esperar, no sólo trataba
César de impresionar con dicha cinta distintiva a los españoles y militares,
sino también a cierta misteriosa dama.
Así
las cosas, cargó el español con tal ímpetu contra el enemigo, seguido por los
valientes soldados, que no tardó en ondear en lo alto del fortín la bandera
española. Entre vítores, descendió César del fuerte para encontrarse con un
iracundo Felipe que le reprochaba no haberle aguardado a él y los suyos para el
ataque conjunto pactado, tal era su afán por hacerse con la ansiada cinta roja.
La acusación enfureció a César que desenvainó su espada haciendo que Felipe le
imitara, entablándose una fiera lucha entre ambos, ante los pasmados ojos de
los soldados españoles. Alarmados, otros oficiales fueron llamados a intervenir
con tal infortunio que llegaban en el momento de presenciar cómo César daba una
estocada mortal a Felipe, que moría en el acto.
Lorenzo
de Cañada le otorgó finalmente la banda roja, no sin mostrar su disgusto por
perder a un valiente militar a cambio del reconocimiento de otro. Era conocedor
de que la pelea la inició Felipe, pero con todo, no le gustaba premiar a un
oficial causante de la muerte de otro. Pensaba que tal vez la valentía,
osadía y arrogancia que tanto le gustaron en el joven pudieran ser un arma de doble
filo si no sabía manejarlas convenientemente. Por su parte, César ya andaba en
sus tribulaciones imaginando la reacción de la joven al ver la codiciada banda
roja de Capitán de los Tercios en su pecho, imaginando cómo caía rendida en
sus brazos.
Apenas
había anochecido, cuando el español, oculto bajo su capa se dirigía con
presteza al palacio, apretando con fuerza la llave. Sin embargo, al acercarse,
vio con sorpresa la puerta abierta, así como el balcón donde la joven cubierta
únicamente con un fino camisón de lino blanco le sonreía seductoramente. Raudo
como una liebre, el español entró en el palacio y subió hasta el salón. La
mujer parecía una estatua de porcelana, de formas seductoras. Coquetamente le
felicitó por sus éxitos en la toma del fortín y en su pelea con el alférez, lo
que confundió a César. ¿Cómo era posible que aquella mujer supiera tantos
detalles?. “Porque yo estoy en todos
lados y en ninguno, todo lo veo y nada se me escapa” le dijo, dejándole aún
más aturdido. Antes de que pudiera reaccionar, el bello y pálido rostro de la
joven posó sobre los labios del español sus rojos labios, clavando en los ojos
del español sus ardientes ojos. Un latigazo recorrió el cuerpo del capitán
produciéndole una sensación de soledad, pero a la vez de sosiego y descanso que le llegó
hasta el fondo de su alma. Cuando abrió los ojos, para su sorpresa, se topó con
la luz del día brillando con toda su intensidad. ¡Era mediodía!, y el palacio
se encontraba completamente vacío. Salió a la calle sin ser consciente de sus
actos, desmayándose.
Al
despertarse se encontró en una cama del campamento de los Tercios. A su lado
estaba Lorenzo de Cañada, que le había estado cuidando. César le relató todo lo
acontecido con la joven misteriosa, provocando una sonrisa misericorde en el
anciano militar.
Desde
entonces, cada vez fue César más audaz y temerario. Los que lo observaban,
soldados rasos y oficiales murmuraban entre sí si quizás había perdido el
sentido o si buscaba la muerte por cualquier motivo o remordimiento, mientras
los enemigos lo temían con cada nueva relato que llegaba a sus oídos. Sin embargo, en la cabeza de César no paraban de sonar las palabras de la joven diciéndole que en
todas partes podía estar y todo lo veía, y deseaba sorprenderla cada vez más,
para que únicamente a él le amara, le deseara a él y a nadie más.
Claustro del Real
Monasterio de Santa María de Guadalupe (Cáceres), detalle del interior y monje
franciscano rezando ante la talla de la Virgen de Guadalupe (típica virgen-trono, negra,
románica y templaria). Muchos conquistadores españoles profesaban gran fervor
por esta virgen, entre ellos estaba Hernán Cortés, también nacido en Medellín
como el protagonista de este relato.
Unas
fiebres se llevaron a Lorenzo de Cañada, durante las campañas para tomar la
ciudad de Florencia y, consciente de su futuro, dejó al loco y audaz César al
mando de su Tercio que pasó a ser conocido como “Tercio de la Muerte” por las hazañas y
empresas que acometía.
Cada
vez había menos cosas que apaciguaran el ánimo de aquel español, aumentaba su
sed de adrenalina, de peligro, nada le proporcionaba descanso y sin embargo, a
pesar de mil heridas, nada lograba derrotarle. Pero su figura fue haciéndose
tan temida por los enemigos y sus hazañas fueron tan arriesgadas, que los propios
mandos militares se plantearon jubilarlo pues eran numerosas las bajas –propias
y enemigas– que iba dejando a su paso.
César
Dávila y Cortés regresó a las propiedades de su familia, en Medellín, pero
desde el beso de aquella joven hacía mucho que nada le había proporcionado un
sueño tan confortable y a la vez una sensación tan solitaria. Sin saber bien
qué buscaba, vagó hasta llegar a las puertas del monasterio de Guadalupe, donde
se topó con un monje que habló con aquel solitario y perdido anciano,
ofreciéndose a escucharle en confesión. Varias horas duró la conversación y al
final el anciano decidió tomar el hábito de Asís en penitencia por las miles de
muertes que causó su conducta, tanto de rivales como de inocentes jóvenes
soldados que le siguieron con toda la fé puesta en sus temerarios actos.
Una
noche, uno de los hermanos llamó al compañero y confesor de César; el anciano
estaba agonizando en su austera celda. Corre el confesor a su lado y lo encuentra
sonriendo, con la mirada perdida. Le llama por su nombre y el militar le mira, lo reconoce y
le dice que la misteriosa joven del antifaz de Módena está a su lado,
cogiéndole la mano, acariciándole el pelo, susurrándole que no hay nada que
temer, que ella no se separará de él. El confesor se santigua, le confiesa por
última vez y traza en su frente una cruz. César sonríe y le dice que nada
teme, que su compañera de vida le llama y él desea irse con ella. Y muere.
Pues
bien, me pregunto, ¿Fidel Prado, letrista de “El novio de la muerte” (futuro
himno de La Legión)
escribió verdaderamente la canción en honor a las hazañas del recién creado
Tercio de Extranjeros (futura Legión Española pensando en el
cabo Baltasar Queija de la Vega
como comentó, o se basó en las crónicas que hablaban del “novio de la muerte”
César Dávila y Cortés, destacado oficial de los Tercios del siglo XVI y
principios del XVII?. Al margen de ideologías, sería interesante comprobar que en el ejército español actual aún perviven hazañas y reminiscencias de militares del Imperio Español de los siglos XVI y XVII (leyenda tomada de Mitos
y Leyendas Universales, Concepción Macías Vericat, Editorial Albor, 2007).
Me ha agradado su explicación sobre el origen de la frase "El novio de la muerte" y no conocia que procediera de las crónicas de Dávila de la centuria de 1500. Tenía entendida que era más reciente y que se debía al inmenso número de muertos que soportaba la Legión en el siglo pasado en Marruecos. Mi abuelo cayó en el Rif, en el desastre de Annual antes las tropas del lider árabe Abdelkrim. Mi padre tenía cartas de él en el que comentaba algunos de los combates en que La Legión había participado anteriormente, todos ellos con enorme número de bajas debido normalmente a que tenían que equilibrar la batalla derrochando el valor necesario para igualar el armamento más moderno del enemigo, facilitado por actuales socios europeos, y su superior número. Los españoles disponían de los antiguos fusiles "mauser" de 5 balas frente a las modernas armas del enemigo. Creía que de ese terrible número de bajas por combate les llegaba el nombre. Gracias por su artículo.
ResponderEliminarExcelente trabajo, Valeria. Nos ha agradado la historia que describe. Teniamos algunos lazos sin amarrar al respecto.
ResponderEliminarHa sido un buen artículo. Da una otra visión muy adecuada de los tercios y de la histórica Legión. Le felicito por ello.
ResponderEliminarBuenos días, celebro que les guste. Decidí compartir la historia porque yo misma quedé muy sorprendida al leer la leyenda y encontrar un "novio de la muerte" en los míticos Tercios del Imperio Español en un lejano siglo XVI.
ResponderEliminarIsabel, gracias por compartir sus recuerdos familiares. Un saludo.
Hola Valeria. Me ha gustado su artículo y el vídeo que expone de los legionarios cantando su himno.¿Podría decirme en que ciudad lo hacen y en qué homenaje?. Gracias.
ResponderEliminarHola Sandra, el vídeo (si se refiere al de los legionarios portando al Cristo de Mena, también conocido como El Cristo de la Buena Muerte), corresponde a la Semana Santa de Málaga y me complace decirle que todos los años se repite así que si lo desea puede acudir y presenciarlo en persona, pero acuda con tiempo ya que suele haber una gran multitud esperando ese momento que tanto emociona a muchos. Un saludo.
ResponderEliminarYo, como antiguo legionario, si sé que el texto viene de los tercios de Flandes, ya que fué D.Millan Astray, quien ordenó ajustar este cuplé, al tercio de estrajeros, se basó para crearlo en estos tercios y en el bushido japones.
ResponderEliminarGracias por su comentario. Encontré el relato en un libro sobre leyendas universales y observé tantos parecidos entre el himno y la historia de este desventurado capitán de los Tercios, que me surgió la duda. Ahora veo que al fin la disipa, gracias. Un saludo.
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