sábado, 8 de abril de 2017

Abu Simbel, el niño inmortalizado

          Son muy pocas las personas que en algún momento de sus vidas no se hayan sentido atraídas por el Antiguo Egipto. Ha sido tal la fascinación que ha despertado en el mundo actual que casi todo el mundo podría identificar la máscara de Tutankamón, las pirámides de Egipto, el elegante busto de Nefertiti, haya oído hablar de la Biblioteca de Alejandría, de la coqueta Cleopatra o acuda a su imaginación la icónica fachada del templo de Abu Simbel.



            Y es que este templo es uno de los más relevantes del Egipto faraónico, dado que conmemora el triunfo en la batalla del quizás más célebre faraón, Ramsés II, en Kadesh contra los hititas (de lo que actualmente es Turquía). Tal es así que su rostro y cuerpo aparece una infinidad de veces representado casi en todos los tamaños, si bien destacan los colosos que flanquean la entrada al templo.


             Todo en este templo impresiona, desde la fachada, enteramente excavada en la roca, hasta los grabados, pasando por sus impresionantes estatuas y por el ambiente de recogimiento al que invita su interior.



Una caja de sorpresas
            Como todo en el Egipto faraónico, Abu Simbel nos depara varias sorpresas, pues se pudo comprobar la presencia de restos de pigmentos en sus estatuas, de manera que tras arduos y meticulosos análisis desarrollados por largos años al fin se pudo obtener una idea de cómo debió lucir en su tiempo, y como nuestras iglesias románicas, resultó que el templo estaba adornado con vistosos colores naturales.



            Otro aspecto que llama la atención es que, como ya se comentó al hablar de las pirámides de Egipto, son varios los investigadores que han deparado en la ausencia de rastro de hollín alguno que cabría esperar si efectivamente los trabajadores y sacerdotes egipcios se iluminaban en el interior de sus construcciones con antorchas.
            A ello debemos añadir la notable desproporción observada en las estatuas del faraón Ramsés II, contrastando su apariencia achaparrada con la esbeltez que luce en los grabados del interior. ¿Es que ninguno reparó en su tiempo, durante la construcción, de la aparente injusticia que el escultor y su equipo estaban cometiendo con el faraón, al que consideraban un dios?. La falta de proporcionalidad es sobradamente manifiesta con un simple vistazo:


La falta de proporcionalidad de las estatuas es manifiesta. Mientras que las del interior son demasiado “cabezonas”, las de la fachada muestran un Ramsés II de anchas piernas, espaldas de nadador y aparentemente escasa altura, en proporción a su anchura. En cambio los grabados representan todos ellos a personas y deidades esbeltas. Claramente fueron obra de distintos equipos de artistas.

            Otra pregunta recurrente alude a su elaboración puesto que no sólo está labrada en la piedra, sino que sus dimensiones son impresionantes. Pues bien, aplicando el Principio de la Navaja de Ockham que sostienen que la solución más sencilla suele ser la verdadera, lo más seguro es que se labrara de arriba abajo. Y es que si algo hay de sobras en Egipto hasta aburrir, es arena. Así pues, se supone que los constructores buscaron una pared vertical de roca, cubierta de arena. Una vez realizados los planos de lo que esperaban esculpir, bastaba ir plasmando el esquema en la roca, desde arriba, e ir retirando la arena conforme avanzaban en su tarea. Una vez llegada a la parte alta de la futura puerta, se comenzaría a profundizar en las salas que construir en su interior, tallando las columnas también desde arriba hasta abajo. De esta manera se podría explicar la desproporción observada en las estatuas del interior mostrando cabezas excesivamente grandes para el cuerpo esculpido, debido posiblemente a que en un inicio se creería que la profundidad iba a ser mayor que la que finalmente le dieron. Al toparse con “el suelo” antes de lo que pensaban, tanto las estatuas de fuera como las de dentro debieron readaptarse a la longitud obtenida. Así, los cuerpos del interior se realizaron esbeltos en proporción (pero desproporcionados con la cabeza que ya se había tallado inicialmente), mientras las piernas de las estatuas externas debieron acortarse.
Los relieves que adornan los muros se añadieron más tarde, una vez terminada la obra, así que pudieron ser todo lo proporcionados que deseaban sus autores.

La bendición de Ra
Quizá la principal deidad egipcia era Ra, deidad solar y dador de la vida y de la luz. Tal fue su poder que tras siglos de adoración pasaron a denominar al resto de las deidades por su nombre seguida de “-Ra”. Precisamente por dar la vida solía representarse con una cabeza de halcón sobre la que descansa el disco solar y el anj, símbolo de la vida, en la mano, además de llevar el bastón de la sabiduría y del poder, Uas (que más tarde pasará a portar los líderes supremos de las sociedades esotéricas, será el báculo papal en la Iglesia Católica, el bastón de Hermes -el creador de la Alquimia, según las corrientes esotéricas medievales- en la religión grecolatina, etc). Reparar en el detalle del bastón Uas, coronado por la cabeza de un carnero con dos grandes cuernos. También al “portador de luz”, Luz-bell, Lucifer pasará a representarse por un carnero.
El famoso faraón Akenatón, el primero en imponer el monoteísmo, cayó en desgracia al quitar a la deidad Amón-Ra de los lugares de culto para imponer la de Atón, simplemente el disco solar con sus rayos transformados en brazos que descienden. Tras su muerte caería en desgracia, siendo borrado de casi todos los grabados y sus estatuas destruidas para volverse al culto de la deidad solar tebana Amón-Ra y su cortejo de dioses, de mano de un joven faraón llamado Tut-ant-Amón. Curiosamente este faraón adolescente estaba casado con la tercera hija de Akenatón y Nefertiti. Esta última, inmortalizada por su bello busto que se conserva en Berlín, era hija de Ay, el Ministro de la Guerra de Tutankamón y que acabaría sucediéndole en el trono casándose con la joven reina viuda, su nieta (como ya vimos aquí).
Pues bien, una bella sorpresa más de Abu Simbel es que el templo solía recibir la bendición de Ra mediante un juego luminoso logrado con la orientación del edificio. De esta manera, los días 21 de febrero y 21 de octubre (respectivamente 61 días después del solsticio de invierno y 61 días antes de éste), los primeros rayos del sol penetraban en el templo recorriéndolo e iluminando a la estatua sedente de Ramsés II, que se encuentra esculpida en la pared frontal del santuario, en su zona más profunda. Los historiadores creen que se eligieron tales fechas por coincidir con hechos claves en la vida del faraón.


Representación de Ra (izda). Fenómeno lumínico que resalta a la estatua del faraón (flecha azul) sentado junto a los dioses Ptah (del Inframundo o Más Allá, al que se accedía tras el pesaje de almas que ya se vio aquí), Amón-Ra (dios tebano solar) y Ra-Horajhty (la deidad Ra por antonomasia, con cabeza de halcón).

Este dominio de la orientación de las edificaciones para lograr juegos de luces determinadas fechas del año no será exclusivo del Egipto faraónico del II milenio a.C. Ya vimos aquí cómo en la Península Ibérica ya se daban efectos similares por las mismas fechas e incluso varios milenios antes, para resaltar días trascendentales.

Aunque fascinante, no es el único
            Efectivamente, aunque impresionante, no es el único templo egipcio excavado en la roca pues a día de hoy se conocen hasta seis de ellos, realizados en territorio de Nubia. De hecho, el de Nefertari (esposa de Ramsés II y que también aparece representada en Abu Simbel) es muy parecido a éste.

Una tarea descomunal
            ¿Y cuánto tiempo cree el lector que llevó a los constructores egipcios realizar el bello templo de Abu Simbel, labrándolo en la roca y excavando las diversas salas que conformarían su interior?... pues 20 años. Únicamente veinte años (de 1284 a.C. al 1264 a.C.).
            Otra sorpresa que aguarda al curioso es saber que el templo no se encuentra en su lugar actual. Inicialmente se erigió a las orillas del famoso Nilo, pero debido a las necesidades del pueblo egipcio por disponer de suficiente cantidad de agua corriente, fue necesario realizar la presa de Asuán, que suponía inundar el valle sumergiendo al bello templo. Para evitarlo, todo el mundo decidió aportar su pequeño granito de arena para salvarlo, de manera que se realizó la mastodóntica tarea de desplazar todo el conjunto del templo (no sólo la fachada), suponiendo mover media montaña. Sólo las imágenes de la época nos permiten hacernos una idea de la tarea de titanes que supuso la ingente obra.


Primeramente fue necesario acotar hasta dónde profundizaba el templo. Luego se voló la montaña dejando una semicircunferencia que abarcaba al templo. Finalmente se fue cortando en trozos que pudieran ser izados por las grúas más potentes de la época, encajando las distintas piezas como si de un enorme mecano se tratase, en su nuevo emplazamiento más elevado.


En la maqueta de la derecha se muestra el emplazamiento inicial de Abu Simbel (con la flecha azul) y de Nefertari (con la flecha verde), y el emplazamiento actual de ambos templos.

El muchacho que se hizo inmortal
            Dicen los sabios de la antigüedad que nadie muere mientras sea recordado por al menos una persona viva. De ser cierto, hay un chico egipcio que habría alcanzado la inmortalidad por el simple hecho de compartir con egiptólogos y aventureros extranjeros, una enorme cabeza que encontró oculta en la arena. Debemos remontarnos a la época de esplendor de la egiptología, cuando alemanes, franceses e ingleses se encontraban en abundancia en las tierras del Nilo, tratando de mostrar al mundo una fascinante cultura que por entonces era totalmente desconocida. Las arenas cubrían gran parte de los tesoros de la antigüedad y entre ellos, se encontraba el templo objeto de esta entrada de hoy. Debemos imaginarnos la fascinación que tuvo que sentir aquel amante del Egipto faraónico cuando, siguiendo las indicaciones del niño vio un enorme rostro entre las arenas. Comenzó a cavar tratando de dejar al descubierto la pieza y pronto cayó en la cuenta de que no se trataba de la cabeza mutilada de ninguna estatua, sino que conforme se retiraba la arena, comenzaban a aparecer nuevas joyas labradas en la propia roca que allí afloraba.
            De esta manera tuvieron que pasar bastantes años hasta que fue retirada toda la arena que cubría este colosal templo, mostrando la envergadura del tesoro hallado. A día de hoy aún no se conoce el nombre que éste tenía y por el que era conocido entre los egipcios que los construyeron. ¿Y el nombre de Abu Simbel, como conocemos hoy día al monumento?, pues Abu Simbel era el nombre de aquel chiquillo egipcio que no dudó en compartir su hallazgo.



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