Ya en otra
entrada en la que aludíamos a la Biblioteca de Alejandría, hacia el final de ésta, quise recordar otra gran biblioteca de la antigüedad,
la de Éfeso (en la actual Turquía). Di unas leves pinceladas sobre ella y
emplacé al lector a otra entrada, más adelante, donde se tratara con mayor
detalle. Pues bien, este es el momento.
Como dije
entonces, la Biblioteca de Éfeso fue edificada hacia el 110-120 d.C. por el
cónsul y gobernador latino Tiberio Julio Celso Polemeano. Gran admirador del
saber, hizo edificar este impresionante edificio para contener en él a todo
tipo de conocimientos que pudieran adquirir sus encargados, llegando a acumular
la nada desdeñable cifra de más de 12.000 pergaminos. Tal era su afán de
conocimientos –y de inmortalidad- que se hizo enterrar en esta ingente
biblioteca, admirada por propios y extraños, pues llegó a ser la segunda en
importancia de su tiempo, únicamente superada por la de Alejandría. Este mérito
no fue solo de Tiberio Julio Celso, sino también de su hijo, continuador de
esta labor iniciada por su padre.
Como en el
caso de aquella, la Biblioteca de Éfeso, más que un mero contenedor de papiros
y pergaminos era todo un templo del saber, un imán para científicos y sabios
del amplio Imperio Romano que hasta aquí
acudían para aprender, desarrollar sus ideas y lograr destacar entre otros
iguales (a modo de las Escuelas griegas o las Universidades modernas).
La Biblioteca de Éfeso era la joya de la ciudad, cuya fachada de dos pisos se
localizaba al final de la avenida principal, enteramente formada por un mármol
resplandeciente, y más aún bajo el brillante sol de Anatolia.
Como en otros
monumentos patrimoniales de la civilización (reconocido como Patrimonio de la
Humanidad por la Unesco, desde 2015), es mucha más la información que
desconocemos de esta enorme biblioteca, que la que tenemos con certeza. Así, es
“tradición” atribuir la destrucción de este templo del saber a los Godos, algo
que casa mal con el hecho de que respetasen otras bibliotecas y escuelas,
coincidiendo mucho más con la idea que su eterno enemigo –el decadente Imperio
Romano, bicéfalo hacia sus últimos años- se esforzara por difundir sobre los
pueblos bárbaros, que en verdad no significaban otra cosa que <<extranjeros>>
(esto es, no perteneciente al Imperio Romano). En otras palabras, no está nada
claro quién, con certeza, destruyó la biblioteca de Éfeso y a todos los
eruditos que en torno a ella orbitaban. Más partidaria soy de atribuirlo a
otros pueblos menos respetuosos, como los cristianos (a los que muchos culpan
de destruir la Biblioteca de Alejandría, y recordemos la de libros que han sido
pasto de las llamas por orden de los Padres de la Iglesia) o los Mongoles (que
en 1258 destruyeron la Casa de la Sabiduría de Al-Mansur en la primitiva
Bagdad, “la Biblioteca de Alejandría islámica”, puesto que sus dirigentes
pagaban el peso en oro de cada libro que allí se tradujera al árabe y quedase allí
guardado; tal fue la magnitud de la pérdida de sabiduría producida, que las
crónicas relatan cómo las aguas del Tigris bajaban teñidas de negro por la
tinta de los miles de pergaminos que los mongoles arrojaron al río,
destruyéndolos y acarreando con ello un retroceso en la civilización de un milenio).
El hecho es
que todo lo que rodea a Éfeso es asombroso, pues recordemos que ya el cronista
de la antigüedad, Estrabón, consideraba que fue fundada por una de las Amazonas
(las valientes mujeres guerreras que se cortaban uno de sus pechos para poder
ser hábiles arqueras, que vivían en ambientes puramente matriarcales y
únicamente se emparejaban puntualmente con fieros guerreros para quedar
embarazadas); si buscamos hechos más contrastables veremos que ya fue una
importante ciudad del Imperio Hitita (pueblo no menos interesante que bien
merece una entrada, en otra ocasión). Y si queremos alguna “casualidad” de esas
que nos hacen e había de todo menos casualidad, deberemos reparar en que las
tradiciones sostienen que a escasa distancia de Éfeso se encontraría la casa de
la Virgen María, la madre de Jesucristo, la Santa Madre. Y es que todo en esta
tierra –y en los relatos que nos llegan, aunque incompletos- dicen a gritos el
arraigo que en esta tierra había a los cultos matriarcales, a la fertilidad de
la Madre Tierra. A este respecto no debe sorprendernos que otro cronista de la
antigüedad, Heródoto, mencionara cómo los habitantes de esta ciudad, allá por
el siglo VI a.C., pidiera a Artemisa su intersección para salvarlos del ataque
de los enemigos. Esta diosa se representaba de una manera sumamente peculiar
pues era tal el afán de enfatizar su protección, fecundidad y alimento
constante que se la representaba con numerosos pechos cargados de leche. Su
fervor estaba tan arraigado que incluso en época romana, muchos siglos después,
se seguía adorando esta representación. De hecho, la estatua que actualmente se
conserva es de fabricación latina (s. II d.C.), copia fidedigna de una anterior
mucho más antigua, perdida hace muchos milenios aunque no así su fervor pues
incluso el gran conquistador griego, Alejandro Magno hizo una ofrenda a esta
diosa cuando pasó por esta ciudad, entonces en manos de los Persas.
El sincretismo de diversos cultos matriarcales neolíticos, con la “Artemisa
polimastia” (o de múltiples senos) fue tal que en el mundo grecolatino se la
mezcló con cultos a la diosa Isis egipcia, de piel negra. Para rizar el rizo, el
animal de esta poderosa diosa era la abeja, como se mostraba en las monedas de
la ciudad (en la de Atenas era la lechuza, por Atenea), y en La Rioja, la
Virgen de Valvanera (antigua talla románica templaria) era negra, rendía culto
a la fertilidad de la tierra y se representaba asociada a las abejas. Tal fue
la devoción de esta “diosa” que a partir de cierto año se prohibió a las
mujeres acceder a la iglesia donde estaba esta talla, una pataleta más de los
dirigentes patriarcales católicos como aquella que llevó a un Papa a tildar a
la María Magdalena de la Biblia, de prostituta.
Narran las tradiciones que las abejas llevaron a unos monjes hasta un
roble (Quercus, árbol de la sabiduría de la fertilidad entre los pueblos celtas
prerromanos) en cuyo interior se encontraba la talla de la Virgen de Valvanera.
La talla actual, a imitación de la antigua, es convenientemente de piel blanca
y de escasas curvas marcadas. Con todo tiene la peculiaridad de poseer al Niño
de lado, algo que “a buen entendedor” está indicando la acentuación de la
fertilidad pagana. Para más evidencias, la diosa ofrece una manzana (remito al
lector interesado en todo este simbolismo a mi libro “Jesús y otras sombras
templarias, tomo II”, para no repetirme y extenderme en este asunto, aquí).
Regresando
a la Éfeso de Anatolia, que además tampoco se encuentra lejos de la mítica
Troya, en la época de esplendor de la Biblioteca y de todo su conjunto de
sabios y aprendices, destaquemos varias de sus maravillas.
La
ciudad y principalmente su calle principal que culmina en la grandiosa biblioteca
estaba construida en materiales tan nobles que aún a día de hoy persisten y
aportan su toque de pulcritud. Esta limpieza estaba en todas las facetas de
esta noble metrópolis, pues no lejos de la Biblioteca se encuentra uno de los
baños públicos –dotado de más de una docena de retretes- que había por la
ciudad. Labrados en mármol, permitían orinar y eliminar todo tipo de desechos
gracias a un continuo circular de aguas limpias que fluía constantemente bajo
ellos. Poseían además sitio para ubicar incensarios que aromatizaban el
recinto, contrastando notablemente con la limpieza general de muchas urbes
actuales. Las calles eran un continuo ir y venir de carretas con todo tipo de
preciados cargamentos y personajes más o menos aristócratas que se dejaban ver
por las calles portando los tejidos y joyas más de moda en ese momento. Dorados
y mármoles serpentinizados (colores verde oliva) o jaspeados (rojos) aportaban
las notas de color en los materiales más nobles, mientras que las estatuas y
capitales eran pintadas con vivos colores. Para hacernos una idea, veamos una
reconstrucción de la fachada de la Biblioteca en época romana.
Ya
dije que Alejandro Magno estuvo en la ciudad –año 334 a.C.- haciendo su
particular ofrenda a la Artemisa polimastia de Éfeso. No será la única
celebridad, pues de acuerdo con distintos cronistas, fue precisamente en este
templo donde Marco Antonio capturaría a los hermanos de la bella y astuta reina
Cleopatra, haciéndolos ejecutar. La propia faraona egipcia llegaría a la ciudad
en su flota, aliada de Marco Antonio, su amante, pues para entonces la ciudad
era un puerto importante más del Imperio Romano debido a que dio refugio al
almirante seleúcida Polixénidas, durante la conocida “guerra romano-siria”,
cuando estaba siendo derrotada su flota. Por este motivo, los vencedores –romanos-
incorporaron también dicha ciudad (hasta entonces perteneciente a los
seleúcidas) al Imperio. Sin embargo, años antes, la ciudad había pertenecido al
territorio del Egipto ptolemaico (Cleopatra era ptolemaica, descendiente de
Ptolomeo, capitán de Alejandro Magno). También el general cartaginés Anibal
visitará la ciudad durante su etapa seleúcida (pues como dice el dicho: “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”). Y
es que la ubicación de la ciudad, como en el caso de Troya, era crucial para el
control del comercio entre el Mar Egeo, Próximo Oriente y Asia.
Lo
más curioso de todo es que originariamente, la ciudad estaba más protegida de
manera natural, aprovechando el relieve montañoso cercano al templo de
Artemisa, pero será un general macedonio posterior a Alejandro Magno, Lisímaco
de Tracia, quién adivinará el potencial del puerto cercano a Éfeso, mandando
construir una nueva ciudad –amurallada- controlando la bahía natural. Dicen los
cronistas que ante las reticencias de la población, el militar macedonio ordenó
a sus soldados bloquear los ríos durante varios días seguidos de fuertes
lluvias, que provocaron que las aguas arrastraran grandes cantidades de barro y
tierras a su paso, abriendo nuevas vías de desagüe, inundando y destrozando la
antigua urbe. De esta manera, los ciudadanos desprovistos de hogar se trasladaron
a las nuevas de la ciudad amurallada (¡cómo las gastaban estos macedonios!, por
no hablar del principal, que rompió a llorar cuando no pudo conquistar más
tierras…).
La reconstrucción de Éfeso durante el siglo II d.C., destacando la
Biblioteca (A), el anfiteatro (B) y el Puerto (C).
Decíamos que
la Biblioteca era más una Universidad que un mero recipiente de almacenaje de
libros científicos, filosóficos, históricos y de Derecho. Buena muestra de ello
nos ha llegado de manera casual, cuando analizando los relieves de las piedras
labradas diseminadas en el yacimiento, se reparó en un grabado peculiar. Al
pasarlo a tres dimensiones, los arqueólogos constataron que ¡¡estaban ante la
representación de una máquina de la antigüedad!!.
Las conducciones, abastecimiento y saneamiento de aguas en Éfeso eran
tan revolucionarias –tanto en plomo como en cerámica- que fueron imitadas por
civilizaciones posteriores, muchas de ellas perviviendo intactas aún a día de
hoy. A la derecha, relieve de “la máquina de Éfeso”.
Tras varias
décadas de estudio de este artilugio se pudo ver que se trataba de una
complicada –y a la vez asombrosamente simple, en su mecanismo- máquina de
cortar piedra. Y es que en la época de florecimiento de la ciudad, el precio de
“las piedras nobles” se elevó tantísimo que se recurrió a cortar delgadas
láminas de esta roca tan prohibitiva, recubriendo con ella únicamente la
terminación de las fachadas, aparentando estar todas elaboradas en mármoles
carísimos cuando realmente eran de argamasa o ladrillo, recubiertas por una
fina capa de estos materiales.
Reconstrucción de uno de los salones interiores de la biblioteca, así
como de la máquina de Éfeso.
La máquina, de
grandes dimensiones, se enclavaba no lejos del lugar donde fue encontrado el relieve
(que se cree que era la tapa de un sarcófago del siglo III d.C., mostrando la
que se considera ya la representación de la primera sierra industrial conocida).
Consistía en un mecanismo hidráulico en el que el agua movía una enorme rueda
de madera que accionaba a su vez dos sierras dispuestas en la horizontal, que
cortaban finas planchas de roca.
Pero no era esto
todo lo que Éfeso podía dar de sí ya que el Templo de Artemisa, una de las
siete maravillas del mundo antiguo, estaba dotado … ¡¡ de puertas mecánicas!!.
Sí, no lee mal el lector, ya en el siglo I d.C., la segunda mayor ciudad del Imperio
Romano tras su capital, poseía un templo cuyas puertas se abrían
automáticamente. Su inventor fue el célebre Herón de Alejandría y su mecanismo
era de lo más simple: tres recipientes conectados entre sí. El primero, lleno
de agua, estaba bajo un aparente altar del templo. Cuando el sacerdote encendía
la leña, el fuego calentaba el líquido que pasaba a vapor, yéndose al siguiente
recipiente semilleno de agua. El vapor desplazaba el agua líquida al tercer
recipiente, que era un cubo unido por unas poleas a las pesadas puertas. Con el
peso, el recipiente bajaba y abría las puertas macizas gigantes del templo. Al
enfriarse, se revertía el ciclo, ascendiendo el cubo y cerrándose las puertas.
El visitante únicamente veía al sacerdote encender el fuego sagrado y la diosa abría
por arte de magia las puertas de su templo, para ser adorada.
Este mismo
ingenioso inventor, Herón de Alejandría, inventó igualmente la primera máquina
expendedora, con otro mecanismo que sorprende igualmente por su simpleza: se
echaba una moneda en este artilugio y su peso accionaba una palanca que
permitía verter agua bendita suficiente para llenar un recipiente del tamaño de
un vaso, para los rituales sagrados a realizar en el interior del templo.
El Templo de Artemisa, en Éfeso, no sólo estaba dotado de “mágicas”
máquinas expendedoras de agua bendita o de otros artilugios que al echar una
moneda hacia moverse a los dioses (muñecos mecanizados); las propias pesadas y
enormes puertas de acceso al colosal recinto se abrían y cerraban como por arte
de magia. Todo ello contribuía a ser un punto de peregrinación prácticamente
único en todo el Imperio Romano.
Pero como
decíamos más arriba, toda esta magia terminará según la teoría oficial, con la
llegada de las hordas bárbaras hacia el 262 d.C., en que serán arrasados la
Biblioteca y sus aledaños, así como el Templo de Artemisa. Particularmente me
inclino a pensar más que fueron los cristianos, pues las comunidades de judíos
y cristianos que aquí había eran cada vez mayores (aquí llegará Pablo de Tarso,
el Apóstol Juan o incluso la virgen María, entre otros). Entre estas
comunidades de primeros cristianos se darán revueltas, que motivará que se
celebre el Concilio ecuménico de Éfeso (431 d.C.) para condenar y perseguir el
Nestorianismo (modalidad cristiana que considera que en Jesucristo se daban dos
partes o materias separadas: la mortal y la divina; recordemos que hasta el Primer
Concilio de Nicea, en el 325 d.C., Jesucristo era considerado mortal, como se
le considera en la religión hebrea e islámica).
En fin, que
vista cómo era esta gran ciudad en sus años de esplendor, ¿verdad que ya se ve
el pasado con otros ojos, no tan primitiva y supersticiosa?.
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