Para quién lo desconozca, “el
Guerrero Número 13” es una película rodada en 1999 por el director de “La Jungla de Cristal” y “La
caza del octubre rojo”, entre otras, John McTiernan; basada en una novela de
Michael Crichton (autor de Mundo Perdido
y Parque Jurásico, entre otros),
fue un auténtico fracaso de taquilla pues no consiguió dejar ganancias a los
productores del film. Con todo, a mi me gusta y … no, no tiene nada que ver que
precisamente el Guerrero 13, el árabe, lo encarnara un apuesto Antonio Banderas
(si bien personalmente me debatía entre él y Herger, interpretado por un muy
atractivo Dennis Storhoi).
Una
de las partes que más me gusta de la película es aquella que representa de
manera bastante fidedigna la ceremonia de un enterramiento vikingo, de acuerdo
con los datos y crónicas que se conservan y donde dicen aquello de “he aquí que veo a mi padre, he aquí que veo
a mi madre, a mis hermanas y hermanos. He aquí que veo el linaje de mi pueblo
hasta sus principios. Y he aquí que me llaman, me piden que ocupe mi lugar
entre ellos, en los atrios de Valhalla (como llamaban los vikingos al
Paraíso o Más Allá, formado por verdes bosques y destinado a los valientes
guerreros que morían luchando), el lugar
donde viven los valientes para siempre.” Y que realmente decían.
En
esta película observo además muchísimos puntos en común con aspectos que los
cronistas latinos que acompañaron al general romano Escipión en el sitio de
Numancia (Soria) dejaron registrado en sus documentos al hablar sobre los
celtiberos, ya fueran cosas ciertas o exageradas con el fin de mostrar al
salvaje habitante de las Mesetas frente a los civilizados romanos. De hecho, la
indumentaria que llevan los supuestos vikingos de la película, sus armas y su
actitud e ideas son muy similares a las de los Celtiberos. Y por desagradable
que nos resulte, incluso en la escena del principio, cuando le dan a lavarse
con un agua…poco higiénica, por decirlo sutilmente, hay cierto parecido con las
afirmaciones que Julio César hizo en sus libros sobre los celtas y celtiberos,
de los que aseguraba que se lavaban los dientes con su propia orina.
En
fin, película aparte, lo cierto es que me he acordado de ella al leer sobre un
descubrimiento realizado en Noruega el año pasado, por parte de un “aficionado
a la arqueología” (un expoliador en toda regla) pertrechado con un detector de
metales y que dio con una espada vikinga. Lo notificó al museo más cercano (de
Trondheim), quienes desenterraron junto a la espada, los restos de un escudo,
de un hacha, una punta de flecha y un monedero de piel. La sorpresa llegaba
cuando al comprobar su contenido se vio que este guerrero enterrado con sus
pertenencias tenía monedas árabes del siglo X.
Lo
más asombroso es que éste no es el único vínculo existente entre el mundo
vikingo y el árabe ya que existe un anillo encontrado en el siglo XIX en una
tumba vikinga de Birka (isla de Björkö, Suecia) con una inscripción árabe que
dice: “para la aprobación de Alá”. No
deja de sorprender que tanto la aleación del metal del anillo, como la piedra
(simple cristal rojo) sean de ínfima calidad, si bien los arqueólogos
justifican su presencia entre los restos de la mujer vikinga enterrada porque a
pesar de que el vidrio era muy común en el Mediterráneo, resultaba una rareza
en el norte de Europa. Además del anillo, se encontraron monedas árabes muy
desgastadas, acuñadas en la actual Afganistán. Todo ello pudo ser entregado a
la mujer por algún guerrero que realizara alguna de sus incursiones o
expediciones de rapiña a zonas europeas más meridionales. Recordemos que varios
puntos costeros de la Península Ibérica
fueron atacados por expediciones vikingas, tanto en el Cantábrico como en el
sur, llegando los vikingos a adentrarse en el Guadalquivir atacando Sevilla y
otras poblaciones. Incluso hay quien atribuye a estos genes vikingos el pelo
rubio y los ojos claros relativamente frecuentes entre los sevillanos. Para agrandar las figuras, hacer un clic sobre ellas.
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