Ya
por fin parece que llega el otoño para quedarse y, espoleada por la morriña a
mi tierra y a ese ritmo lento del pasar del tiempo, he aprovechado para hacer
una miniescapada e impregnarme del cambio estacional y del latir de la tierra, que
me pedía el cuerpo. Entre mis visitas decidí acercarme a uno de los lugares más
mágicos de la zona soriana y aragonesa: el Moncayo.
Acompañaremos
este recorrido poniendo como música de fondo la canción de Gabinete Caligari: “Camino
Soria”, convertida ya en prácticamente un himno.
Como no podía ser de otra forma,
también sobre el Moncayo encontramos un jirón de esa mitología herculeana aún
no bien comprendida pero que se deja aflorar en todos los lugares mágicos de
nuestra geografía: lo encontramos en la zona de Huelva y Cádiz (ver aquí
y aquí), vuelve a aparecer en “el fin del mundo” galaico (ver aquí) y cómo no, en el Moncayo, no lejos de donde se divide la Rama Aragonesa, de
la Castellana, del Sistema Ibérico.
Según la mitología, hasta aquí llegó
Hércules –cachiporra en mano y piel de león como única vestimenta de abrigo-
para vérselas con el gigante Caco que habitaba en una cueva de esta zona (para
algunos estudiosos, de este personaje tomaría su nombre: “mont-caco”, “monte
Caco”, Moncayo). Sin duda la leyenda se ha corrompido tanto durante el
transcurrir de los años y su transmisión oral que ha quedado desprovista de
todo el simbolismo que debió tener en su día pues al final nos llega como que
Hércules llegó a la localidad de Tarazona acompañado de un amigo y se enteraron
que allí habitaba el gigante Caco. Preguntaron a una mujer que estaba arando y
que resultó ser la hermana del coloso, sobre datos más concretos y al preguntarle
dónde vivía exactamente, ella alzó por los aires todo el arado, con los doce
bueyes que lo tiraban, para señalar la cueva de los Fayos. Viendo el hecho como
lo más normal del mundo (la mitología es lo que tiene), los dos griegos ni se
inmutan, girando sobre sus talones y dirigiéndose a visitar al gigante, que
resulta ser de lo más hospitalario, invitándoles a beber vino y a salir de caza
por las laderas del Moncayo, la jornada siguiente. Sin embargo ésta resulta ser
poco fecunda y a falta de piezas que cobrarse, surge un león que se encara con
el gigante. Éste toma sus fauces una con cada mano y lo parte por la mitad.
Como los griegos no pueden ser menos, testosterona obliga, el amigo de Hércules
pilla la primera vaca que encuentra pastando más a mano y se la carga al
hombro, ante lo cual Hércules responde echando mano del primer haya que
encuentra arrancándola de cuajo y bajando la montaña ayudándose de ella como
cayado. Sin duda la leyenda debió tener más sustancia que la de mostrar a estos
tres machos alfa, más chulos que un ocho, cargándose todo lo que encuentran a
su paso.
Efectivamente, si escarbamos un poco
en lo que nos ha llegado encontramos nuevamente rastros de unos mitos
matriarcales antiquísimos, de culto a la Madre Tierra. Por ejemplo, vemos a una
mujer alzando doce bueyes al aire, sin duda reminiscencia de constelaciones y
del observar los ciclos del cielo (recordemos que en Francia antiguamente se
conocía a la Osa Mayor como el arado de bueyes e incluso a la Vía Láctea como
el Camino del Boyero, el surco dejado por un hombre con arado tirado por bueyes).
Caco, hermano de la mujer y que habita en una cueva (vientre de la tierra),
invita a los recién llegados a vino, elixir por excelencia de los cultos
matriarcales (recordemos al dios Baco-Dionisios del que ya hablamos aquí). Finalmente marchan a una cacería para hacerse con un animal salvaje, el rey
de la selva, un animal doméstico y un gran árbol que para algunas culturas se
tenía por sagrado.
Y todo esto transcurre en Tarazona,
donde en épocas medievales se darán historias de brujas, como en Tramoz y otras
localidades cercanas al Moncayo. Recordemos que las brujas eran realmente
mujeres conocedoras de la naturaleza y de las propiedades de las plantas,
algunas dotadas de dotes para la sanación o de la clarividencia, matronas y
consejeras profundamente respetadas en las sociedades más o menos paganas,
continuadoras de cultos celtiberos autóctonos, que persiguió la Iglesia
católica para imponer cultos patriarcales llegados de Oriente Próximo.
¿Y de qué manera trató de hacer este
cambio de ritos? Pues añadiendo una cruz cristiana, un santo o algún otro
simbolismo cristiano a la piedra o imagen a la que se solía rendir culto por
los poderes de la naturaleza que ahí emanaban. Generalmente se adoraba alguna
piedra –frecuentemente un megalito- en cuyo interior había una mujer con un
bebé en sus brazos, de color negro por ser la tierra más fértil y dotada con
formas generosas que recordaban a las “Venus” paleolíticas. Estas imágenes se
situaban en el interior de un dolmen o de una cueva natural, donde brotaba un
manantial, sobre una piedra con propiedades curativas, frecuentemente con forma
de falo. El cristianismo primero y el catolicismo después, llegó sustituyendo
ese pecaminoso falo pétreo por una columna, cambiando la voluptuosa mujer fértil
por una estatua románica negra más adecentada y posteriormente una virgen de
piel blanca y pelo rubio o pelirrojo tapada hasta el cuello y prohibiendo el
acceso a la cueva o megalito, situando el santo principal sobre ella (quedando
relegada a precaria y húmeda cripta), para añadir toda una iglesia a
continuación en la que imponer los ritos patriarcales.
Conscientes de ello, la orden del
Temple buscó estos lugares mágicos donde el culto matriarcal seguía bien
arraigado y donde las fuerzas telúricas de la tierra eran de tal intensidad que
darán lugar a toda una sucesión de milagros marianos y de aguas milagrosas que
continuaron hasta nuestros días. Los templarios se empaparon de estos ritos y los
protegieron, instalando encomiendas en los puntos de acceso a estos lugares
sagrados milenarios, perpetuando –bajo cuerda- estas creencias con un doble
lenguaje bastante explícito al buen entendedor que llegaba hasta el lugar para
asimilar esta energía telúrica.
En plena ladera del Moncayo, a
escasos kilómetros de la localidad de las brujas de Trasmoz, encontramos un
bello monasterio donde todo lo descrito hasta ahora se dio y puede aún “recuperarse”
si atendemos al simbolismo que nos habla desde sus muros. La primera señal son
las historias de brujas, así como el mito herculiano de Caco. Eso nos lleva
hasta la puerta del monasterio, que se alza ante nosotros como si de una
fortaleza se tratara, con almenas y torres franqueando el acceso. Tras
cruzarlo, nos topamos con una nueva y evidente señal: un crismón en la antigua
puerta de acceso a la iglesia del monasterio. El crismón es una milenaria señal
del culto a Cristo, con el alfa y el omega colgando de dos palos cruzados: “yo soy el alfa y el omega, el principio y el fin” dirá Jesucristo
en las Escrituras. A efectos simbólicos, el crismón aparecerá sobre los lugares
más sacros y telúricos de los antiguos Caminos de Santiago.
El monasterio perteneció
primeramente al Císter (de hecho, fue su primera construcción en el reino de
Aragón), orden hermanada con el Temple a través de su creador y hombre más
poderoso de Europa en su tiempo, san Bernardo de Claraval, quién realizó
igualmente la Regla que regía el Temple. No obstante, no dudo que el paraje
estuviera poblado por algún eremita visigodo, como viene siendo habitual en
este tipo de enclaves. A pesar de que el edificio ha sido muy mutilado en
simbolismo –recordemos que permaneció un tiempo, tras la desamortización de
Mendizábal, abandonado y usado como lugar para guardar ganado- aún permanecen
numerosos signos de canteros en sus muros, si bien también los hay de añadidura
reciente, como el de “R” o “N” que se usa para identificar piezas restauradas
(lo digo por aquellos que ven en ellos extraños simbolismos u orígenes).
También hay M sobre A, que sin duda significa “Ave María” evidenciando con ello
un culto matriarcal fuertemente arraigado, codificado en las piedras. He echado
en falta otras marcas comunes en iglesias del Camino de Santiago de la cornisa
cantábrica pero al encontrar en una de las columnas de la iglesia un arco con
flecha que aún se distingue levemente a pesar de haberse picado sobre él, algo
me hace sospechar en una posible mutilación durante los siglos en que la orden
del Temple era tenida por lo peor. De hecho, también he dado con un par de
cruces patadas templarias, frecuentes en sus construcciones, aquí casi borradas
por estar picadas a conciencia. Y sin
embargo se mueve, que diría Galileo, pues mire usted por dónde, escondida
en un rincón oscuro del recinto, durmiendo el sueño de los justos, ahí estaba
la evidencia templaria:
Detalle de dos
muros donde se observan marcas de canteros y los restos de dos cruces
templarias, parcialmente picadas. Mojón con cruz templaria empleada por la
orden en sus propiedades, encontrándose aún en abundancia en su encomienda
soriana de San Polo o en torno a la iglesia de la aragonesa Sos del Rey
Católico, cuna del rey Fernando.
Por doquier hay rosas, rosetones y
decoración a base de árboles sagrados tales como el roble o la vid, que a pesar
de estar en estilos diferentes (románico, gótico e incluso barroco) hablan o
más bien gritan la asistencia de cultos matriarcales milenarios profundamente
arraigados en la población local.
Las energías de la tierra que
rezuman por todos lados ayudan a desarrollar una sensación de bienestar y
sosiego que prácticamente hacen levitar al visitante que transita en silencio
por estas bellas galerías de piedra llena de claroscuros y acompañadas del piar
de las aves. No puedo evitar recordar las palabras del poeta británico Alexander
Pope cuando escribió aquello de “grandes
bosques ¡me aterráis como catedrales!”.
En
una de las columnas de la sala capitular, con algunas lápidas de abades y
religiosos aún preservadas, de nuevo es evidente la mutilación sufrida, al
encontrarse totalmente grabada con escritura que ha sido arañada, picada o
borrada haciéndola prácticamente ilegible. En algunas lápidas el cayado se
vuelve espada y escudo e incluso tridente, ¿un monje-soldado?, ¿estamos ante
tumbas templarias, escasísimas en la geografía española a pesar del gran
desarrollo de la orden en los reinos peninsulares?.
Pero la sorpresa llega al entrar en la
iglesia del monasterio, precedida por curiosos capiteles con tres cabezas,
símbolo “patriarcalizado” de las Tres Gracias de los cultos a la fertilidad de
la tierra:
Mi primera impresión fue la de
suponer que estaba ante una réplica de la Virgen del Pilar, una virgen negra
con niño, sobre una columna romana. No obstante, más tarde en otra sala ví que
era la Virgen de Veruela. Muy parecida a la del Pilar, pero diferente. Así que
estaba ante un santuario con su propia virgen negra. Sin duda debió existir una
gruta con manantial en su interior, primitivo lugar de adoración … y
efectivamente allí estaba, la cripta cuidadosamente ocultada en el pasillo
oculto tras el ábside (oculto que no eliminado, seguramente en el Medievo se
usaba aún como verdadero lugar de culto, aunque se hiciera a puertas cerradas).
“Curiosamente”
en el ábside, tras la Virgen Negra presidiendo el altar mayor, se ha añadido un
segundo ábside con la capilla a San Pedro justamente tras la Virgen Negra (más
clara la reconversión del culto matriarcal al patriarcal cristiano, imposible).
La cripta, de entrada cegada, posee dos frescos de una calavera con dos huesos
cruzados bajo ella, orientados uno hacia la izquierda y otro hacia la derecha:
estamos ante el lugar de culto a la muerte y al renacer, en pleno ábside
orientado Oeste (muerte del Sol)- Este (nacimiento del Sol).
Hay más curioso simbolismo y
mensajes codificados en la piedra tallada de este monasterio, relatando el
renacer de un adepto, la doble naturaleza del hombre (ser humano y bestia), la
doble naturaleza humana (femenina y masculina), etc, pero evitaré al lector
cansarle con mis interpretaciones. Sí diré que hasta este enclave se
desplazaban personas de renombre buscando paz, sosiego y cura de sus
enfermedades. Fue el caso del poeta sevillano Gustavo Adolfo Bécquer, que hasta
aquí llegó en compañía de su hermano Valeriano, para buscar la calma a su cada
vez más desarrollada tuberculosis. Aquí escribiría su “rayo de luna”, inmortalizando por siempre el Monte de las Ánimas,
junto a la encomienda templaria de San Polo, que vigila el acceso a San
Saturio, patrón de Soria y único no reconocido por la Iglesia al considerarlo
pagano (reminiscencias del romano Saturno, del que se halló una estatua en la
cercana villa romana de Cuevas de Soria). En la becqueriana “rayo de luna”, aparecen las ánimas de
los guerreros-monjes templarios, que se manifestarán más fieramente en su “El Monte de las Ánimas”, causando la
muerte del amado ... o tal vez los lobos, quién sabe. Sin embargo, recuerdo
hace ya tiempo en unas fiestas de San Juan, que una amiga soriana me contó su
experiencia con la ouija, en el monte de las Ánimas, que le hizo no volver a
practicarlo nunca más.
Hay en una de
las salas del monasterio una exposición permanente dedicada a los hermanos
Bécquer, donde se puede admirar parte de los dibujos de Valeriano, así como
conocer la intensa y breve vida de Gustavo Adolfo. Regresando a la iglesia, la
escalera de subida a una de las torres cuenta con una mínima sala posiblemente con
similar función ascética que la que se halla en el centro de “la palmera” de la
soriana San Baudelio de Berlanga (de la que se habló aquí).
Y es que como Bécquer, también el
sevillano poeta Antonio Machado se retiró unos años a Soria. Gracias a ello,
escribió parte de los poemas que más me gustan, entre los que está:
No extrañéis, dulces amigos,
que esté mi frente arrugada;
yo vivo en paz con los hombres
y en guerra con mis entrañas.
O bien su visión de la vida
y de la muerte:
Fe empirista. Ni somos ni seremos.
Todo nuestro vivir es emprestado.
Nada trajimos; nada llevaremos.
Donde acaba el pobre río,
la inmensa mar nos espera.
Si bien me quedo con su optimista y enérgico:
Hoy es siempre todavía.
También
su retrato:
Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
y un huerto claro donde madura el limonero;
mi juventud, veinte años en tierra de Castilla;
mi historia, algunos casos que recordar no quiero.
Ni seductor Mañara, ni Brandomín he sido
–ya conocéis mi torpe aliño indumentario–
mas recibí la flecha que me asignó Cupido,
y amé cuanto ellas pueden tener de hospitalario.
Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,
pero mi verso brota de manantial sereno;
y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,
soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.
Adoro la hermosura, y en la moderna estética,
corté las viejas rosas del huerto de Ronsard;
mas no amo los afeites de la actual cosmética,
ni soy un ave de esas del nuevo gay trinar.
Desdeño las romanzas de los tenores huecos
y el coro de los grillos que cantan a la luna.
A distinguir me paro las voces de los ecos,
y escucho solamente, entre las voces, una.
Converso con el hombre que siempre va conmigo
–quien habla sólo espera hablar a Dios un día–
mi soliloquio es plática con este buen amigo
que me enseñó el secreto de la filantropía.
Y al cabo, nada os debo; debeisme cuanto he escrito.
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansión que habito,
el pan que me alimenta y el lecho donde yago.
Y cuando llegue el día del último viaje,
y está al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.
O
su desgarrador grito impotente ante la pronta muerte de su joven esposa soriana
Leonor:
Señor, ya me
arrancaste lo que yo más quería.
Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar.
Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía.
Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar.
Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar.
Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía.
Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar.
La
misma fuerza desesperada poseía Bécquer en sus poemas, especialmente en aquel
que dice:
Tú eras el huracán y yo la alta
torre que desafía su poder:
¡tenías que estrellarte o que
abatirme!...
¡No pudo ser!
Tú eras el océano y yo la enhiesta
roca que firme aguarda su vaivén:
¡tenías que romperte o que
arrancarme!...
¡No pudo ser!
Hermosa tú, yo altivo: acostumbrados
uno a arrollar, el otro a no ceder;
la senda estrecha, inevitable el
choque...
¡No pudo ser!
Pero sin duda fue Antonio Machado quién
logró plasmar todo el encanto de la tierra soriana en su inmejorable Campos de Castilla:
Es la tierra de Soria árida y fría.
Por las colinas y las sierras calvas,
verdes pradillos, cerros cenicientos,
la primavera pasa
dejando entre las hierbas olorosas
sus diminutas margaritas blancas.
La tierra no revive, el campo sueña.
Al empezar abril está nevada
la espalda del Moncayo;
el caminante lleva en su bufanda
envueltos cuello y boca, y los pastores
pasan cubiertos con sus luengas capas.
(…)
¡Soria
fría, Soria pura,
cabeza de Extremadura,
con su castillo guerrero
arruinado, sobre el Duero;
con sus murallas roídas
y sus casas denegridas!
¡Muerta ciudad de señores
soldados o cazadores;
de portales con escudos
de cien linajes hidalgos,
y de famélicos galgos,
de galgos flacos y agudos,
que pululan
por las sórdidas callejas,
y a la medianoche ululan,
cuando graznan las cornejas!
cabeza de Extremadura,
con su castillo guerrero
arruinado, sobre el Duero;
con sus murallas roídas
y sus casas denegridas!
¡Muerta ciudad de señores
soldados o cazadores;
de portales con escudos
de cien linajes hidalgos,
y de famélicos galgos,
de galgos flacos y agudos,
que pululan
por las sórdidas callejas,
y a la medianoche ululan,
cuando graznan las cornejas!
¡Soria
fría! La campana
de la Audiencia da la una.
Soria, ciudad castellana
¡tan bella! bajo la luna.
de la Audiencia da la una.
Soria, ciudad castellana
¡tan bella! bajo la luna.
(Si se desea leer todo el conjunto de poemas http://www.poemas-del-alma.com/campos-de-soria.htm#ixzz4NRRWaokM)
Y ya que hablamos de
poetas en Soria, no podemos dejar de lado al cántabro Gerardo Diego, que
también compuso bellos poemas:
Río Duero, río Duero,
nadie a acompañarte baja;
nadie se detiene a oír
tu eterna estrofa de agua.
nadie a acompañarte baja;
nadie se detiene a oír
tu eterna estrofa de agua.
Indiferente o cobarde,
la ciudad vuelve la espalda.
No quiere ver en tu espejo
su muralla desdentada.
la ciudad vuelve la espalda.
No quiere ver en tu espejo
su muralla desdentada.
Tú, viejo Duero, sonríes
entre tus barbas de plata,
moliendo con tus romances
las cosechas mal logradas.
entre tus barbas de plata,
moliendo con tus romances
las cosechas mal logradas.
Y entre los santos de
piedra
y los álamos de magia
y los álamos de magia
pasas llevando en tus
ondas
palabras de amor, palabras.
palabras de amor, palabras.
Quién pudiera como tú,
a la vez quieto y en marcha,
cantar siempre el mismo verso
pero con distinta agua.
a la vez quieto y en marcha,
cantar siempre el mismo verso
pero con distinta agua.
Río Duero, río Duero,
nadie a estar contigo baja,
ya nadie quiere atender
tu eterna estrofa olvidada,
sino los enamorados
que preguntan por sus almas
y siembran en tus espumas
palabras de amor, palabras.
nadie a estar contigo baja,
ya nadie quiere atender
tu eterna estrofa olvidada,
sino los enamorados
que preguntan por sus almas
y siembran en tus espumas
palabras de amor, palabras.
Como
él mismo escribiría:
Desde el
cántabro mar que mi niñez limita
en elásticos
círculos norteños,
subí, no a la
alta Soria, heroica y eremita,
sino a la de los
líricos, errantes, libres sueños
de Bécquer, el
celeste paria
burlado de una
clara fantasma estrafalaria.
Pobre Gustavo
Adolfo, héroe de tus leyendas,
enamorado de un
rayo de luna verde
-¿mujer,
esencia, sueño?-, que te esquiva y se pierde
entre los
troncos crédulos, por las cándidas sendas.
Tu Soria pura,
Bécquer, contigo en el camino
musical del
caballo que te lleva a Veruela.
Si la cabeza
vuelves, ves la amarilla muela
del castillo –tan
lejos- vespertino.
Tu fantasma
hecho forma –mujer de piedra- vela
“en la imponente
nave del templo bizantino”.
Ya el monte de
las Ánimas te sepulta su loma.
Ya ni el
castillo emerge del lindero.
¿Por qué cierras
los ojos? ¿Ves mejor así al Duero?.
Calla ¿Le oyes?
Por huertas de Templarios asoma,
la presa airoso
salta, tuerce su cauce huidero;
con voluntad
sonora
limita, impulsa,
espeja y ríe y llora.
Poetas andaluces
que soñasteis en
Soria un sueño dilatado:
tú, Bécquer, y tú,
Antonio, buen Antonio Machado,
que aquí al amor
naciste y estrenaste las cruces
del dolor, de la
muerte...
Desde el
cántabro mar,
también, como
vosotros,
subí a Soria a
soñar.
No
quisiera terminar esta entrada sin agradecer a los dueños del restaurante y
camping Brujabella el haber tenido la consideración de darnos de comer a las
4.30 de la tarde, tras haber visto el monasterio de Veruela y subido al
Moncayo (entre sus bosques sobresalen curiosas "mesas" de piedra entre las que no me extrañaría leer algún día que son en realidad aras celtiberas o anteriores), a pesar de estar prestos a cerrar, poniendo a nuestra disposición toda
su amabilidad y gran selección de platos.
Me ha gustado su remembranza del Monasterio de Veruela y su conexión con Soria. Aunque creo que le ha faltado alguna mención a las leyendas de Becquer que escribió en Veruela sobre lugares y costumbres eternas de Soria, como el Monte de las Animas o Maese Perez el Organista. Trabajo satisfactorio. Saludos.
ResponderEliminarBuenas tardes, Sra Moncada, gracias por sus palabras. Permítame que le remita nuevamente al texto pues si bien, por motivos de limitación de extensión no era posible detenerme en todas las leyendas de Bécquer (tampoco era ese el propósito de la entrada, por otra parte) sí menciono al menos dos de las leyendas donde se habla de dicho cerro soriano. De hecho, lo cito expresamente, puesto que hablo del escrito becqueriano "El Rayo de Luna" y también de la leyenda "El Monte de las Ánimas", que inmortalizara el cerro que controla el acceso a San Polo, San Saturio y "a la curva de ballesta" que describe el Duero en torno a Soria, como dijera Antonio Machado. Un saludo.
ResponderEliminarGracias, Valeria. Nos ha ayudado mucho tu artículo en nuestra escapada al Moncayo y a Veruela. Saludos.
ResponderEliminarCelebro que mi entrada les haya hecho mucho más grata la visita al hermoso (y simbólico) monasterio de Veruela. Es una alegría contribuir a que se valoren y disfruten todas las joyas de nuestro amplio patrimonio histórico y artístico. Un saludo.
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