martes, 18 de octubre de 2016

El bello Monasterio de Veruela


          Ya por fin parece que llega el otoño para quedarse y, espoleada por la morriña a mi tierra y a ese ritmo lento del pasar del tiempo, he aprovechado para hacer una miniescapada e impregnarme del cambio estacional y del latir de la tierra, que me pedía el cuerpo. Entre mis visitas decidí acercarme a uno de los lugares más mágicos de la zona soriana y aragonesa: el Moncayo.

         Acompañaremos este recorrido poniendo como música de fondo la canción de Gabinete Caligari: “Camino Soria”, convertida ya en prácticamente un himno.

            Como no podía ser de otra forma, también sobre el Moncayo encontramos un jirón de esa mitología herculeana aún no bien comprendida pero que se deja aflorar en todos los lugares mágicos de nuestra geografía: lo encontramos en la zona de Huelva y Cádiz (ver aquí  y aquí), vuelve a aparecer en “el fin del mundo” galaico (ver aquí) y cómo no, en el Moncayo, no lejos de donde se divide la Rama Aragonesa, de la Castellana, del Sistema Ibérico.

            Según la mitología, hasta aquí llegó Hércules –cachiporra en mano y piel de león como única vestimenta de abrigo- para vérselas con el gigante Caco que habitaba en una cueva de esta zona (para algunos estudiosos, de este personaje tomaría su nombre: “mont-caco”, “monte Caco”, Moncayo). Sin duda la leyenda se ha corrompido tanto durante el transcurrir de los años y su transmisión oral que ha quedado desprovista de todo el simbolismo que debió tener en su día pues al final nos llega como que Hércules llegó a la localidad de Tarazona acompañado de un amigo y se enteraron que allí habitaba el gigante Caco. Preguntaron a una mujer que estaba arando y que resultó ser la hermana del coloso, sobre datos más concretos y al preguntarle dónde vivía exactamente, ella alzó por los aires todo el arado, con los doce bueyes que lo tiraban, para señalar la cueva de los Fayos. Viendo el hecho como lo más normal del mundo (la mitología es lo que tiene), los dos griegos ni se inmutan, girando sobre sus talones y dirigiéndose a visitar al gigante, que resulta ser de lo más hospitalario, invitándoles a beber vino y a salir de caza por las laderas del Moncayo, la jornada siguiente. Sin embargo ésta resulta ser poco fecunda y a falta de piezas que cobrarse, surge un león que se encara con el gigante. Éste toma sus fauces una con cada mano y lo parte por la mitad. Como los griegos no pueden ser menos, testosterona obliga, el amigo de Hércules pilla la primera vaca que encuentra pastando más a mano y se la carga al hombro, ante lo cual Hércules responde echando mano del primer haya que encuentra arrancándola de cuajo y bajando la montaña ayudándose de ella como cayado. Sin duda la leyenda debió tener más sustancia que la de mostrar a estos tres machos alfa, más chulos que un ocho, cargándose todo lo que encuentran a su paso.
            Efectivamente, si escarbamos un poco en lo que nos ha llegado encontramos nuevamente rastros de unos mitos matriarcales antiquísimos, de culto a la Madre Tierra. Por ejemplo, vemos a una mujer alzando doce bueyes al aire, sin duda reminiscencia de constelaciones y del observar los ciclos del cielo (recordemos que en Francia antiguamente se conocía a la Osa Mayor como el arado de bueyes e incluso a la Vía Láctea como el Camino del Boyero, el surco dejado por un hombre con arado tirado por bueyes). Caco, hermano de la mujer y que habita en una cueva (vientre de la tierra), invita a los recién llegados a vino, elixir por excelencia de los cultos matriarcales (recordemos al dios Baco-Dionisios del que ya hablamos aquí). Finalmente marchan a una cacería para hacerse con un animal salvaje, el rey de la selva, un animal doméstico y un gran árbol que para algunas culturas se tenía por sagrado.
            Y todo esto transcurre en Tarazona, donde en épocas medievales se darán historias de brujas, como en Tramoz y otras localidades cercanas al Moncayo. Recordemos que las brujas eran realmente mujeres conocedoras de la naturaleza y de las propiedades de las plantas, algunas dotadas de dotes para la sanación o de la clarividencia, matronas y consejeras profundamente respetadas en las sociedades más o menos paganas, continuadoras de cultos celtiberos autóctonos, que persiguió la Iglesia católica para imponer cultos patriarcales llegados de Oriente Próximo.
            ¿Y de qué manera trató de hacer este cambio de ritos? Pues añadiendo una cruz cristiana, un santo o algún otro simbolismo cristiano a la piedra o imagen a la que se solía rendir culto por los poderes de la naturaleza que ahí emanaban. Generalmente se adoraba alguna piedra –frecuentemente un megalito- en cuyo interior había una mujer con un bebé en sus brazos, de color negro por ser la tierra más fértil y dotada con formas generosas que recordaban a las “Venus” paleolíticas. Estas imágenes se situaban en el interior de un dolmen o de una cueva natural, donde brotaba un manantial, sobre una piedra con propiedades curativas, frecuentemente con forma de falo. El cristianismo primero y el catolicismo después, llegó sustituyendo ese pecaminoso falo pétreo por una columna, cambiando la voluptuosa mujer fértil por una estatua románica negra más adecentada y posteriormente una virgen de piel blanca y pelo rubio o pelirrojo tapada hasta el cuello y prohibiendo el acceso a la cueva o megalito, situando el santo principal sobre ella (quedando relegada a precaria y húmeda cripta), para añadir toda una iglesia a continuación en la que imponer los ritos patriarcales.
            Conscientes de ello, la orden del Temple buscó estos lugares mágicos donde el culto matriarcal seguía bien arraigado y donde las fuerzas telúricas de la tierra eran de tal intensidad que darán lugar a toda una sucesión de milagros marianos y de aguas milagrosas que continuaron hasta nuestros días. Los templarios se empaparon de estos ritos y los protegieron, instalando encomiendas en los puntos de acceso a estos lugares sagrados milenarios, perpetuando –bajo cuerda- estas creencias con un doble lenguaje bastante explícito al buen entendedor que llegaba hasta el lugar para asimilar esta energía telúrica.
            En plena ladera del Moncayo, a escasos kilómetros de la localidad de las brujas de Trasmoz, encontramos un bello monasterio donde todo lo descrito hasta ahora se dio y puede aún “recuperarse” si atendemos al simbolismo que nos habla desde sus muros. La primera señal son las historias de brujas, así como el mito herculiano de Caco. Eso nos lleva hasta la puerta del monasterio, que se alza ante nosotros como si de una fortaleza se tratara, con almenas y torres franqueando el acceso. Tras cruzarlo, nos topamos con una nueva y evidente señal: un crismón en la antigua puerta de acceso a la iglesia del monasterio. El crismón es una milenaria señal del culto a Cristo, con el alfa y el omega colgando de dos palos cruzados: “yo soy el alfa y el omega, el principio y el fin” dirá Jesucristo en las Escrituras. A efectos simbólicos, el crismón aparecerá sobre los lugares más sacros y telúricos de los antiguos Caminos de Santiago.

            El monasterio perteneció primeramente al Císter (de hecho, fue su primera construcción en el reino de Aragón), orden hermanada con el Temple a través de su creador y hombre más poderoso de Europa en su tiempo, san Bernardo de Claraval, quién realizó igualmente la Regla que regía el Temple. No obstante, no dudo que el paraje estuviera poblado por algún eremita visigodo, como viene siendo habitual en este tipo de enclaves. A pesar de que el edificio ha sido muy mutilado en simbolismo –recordemos que permaneció un tiempo, tras la desamortización de Mendizábal, abandonado y usado como lugar para guardar ganado- aún permanecen numerosos signos de canteros en sus muros, si bien también los hay de añadidura reciente, como el de “R” o “N” que se usa para identificar piezas restauradas (lo digo por aquellos que ven en ellos extraños simbolismos u orígenes). También hay M sobre A, que sin duda significa “Ave María” evidenciando con ello un culto matriarcal fuertemente arraigado, codificado en las piedras. He echado en falta otras marcas comunes en iglesias del Camino de Santiago de la cornisa cantábrica pero al encontrar en una de las columnas de la iglesia un arco con flecha que aún se distingue levemente a pesar de haberse picado sobre él, algo me hace sospechar en una posible mutilación durante los siglos en que la orden del Temple era tenida por lo peor. De hecho, también he dado con un par de cruces patadas templarias, frecuentes en sus construcciones, aquí casi borradas por estar picadas a conciencia. Y sin embargo se mueve, que diría Galileo, pues mire usted por dónde, escondida en un rincón oscuro del recinto, durmiendo el sueño de los justos, ahí estaba la evidencia templaria:

Detalle de dos muros donde se observan marcas de canteros y los restos de dos cruces templarias, parcialmente picadas. Mojón con cruz templaria empleada por la orden en sus propiedades, encontrándose aún en abundancia en su encomienda soriana de San Polo o en torno a la iglesia de la aragonesa Sos del Rey Católico, cuna del rey Fernando.

            Por doquier hay rosas, rosetones y decoración a base de árboles sagrados tales como el roble o la vid, que a pesar de estar en estilos diferentes (románico, gótico e incluso barroco) hablan o más bien gritan la asistencia de cultos matriarcales milenarios profundamente arraigados en la población local.

            Las energías de la tierra que rezuman por todos lados ayudan a desarrollar una sensación de bienestar y sosiego que prácticamente hacen levitar al visitante que transita en silencio por estas bellas galerías de piedra llena de claroscuros y acompañadas del piar de las aves. No puedo evitar recordar las palabras del poeta británico Alexander Pope cuando escribió aquello de “grandes bosques ¡me aterráis como catedrales!”.

En una de las columnas de la sala capitular, con algunas lápidas de abades y religiosos aún preservadas, de nuevo es evidente la mutilación sufrida, al encontrarse totalmente grabada con escritura que ha sido arañada, picada o borrada haciéndola prácticamente ilegible. En algunas lápidas el cayado se vuelve espada y escudo e incluso tridente, ¿un monje-soldado?, ¿estamos ante tumbas templarias, escasísimas en la geografía española a pesar del gran desarrollo de la orden en los reinos peninsulares?.

Pero la sorpresa llega al entrar en la iglesia del monasterio, precedida por curiosos capiteles con tres cabezas, símbolo “patriarcalizado” de las Tres Gracias de los cultos a la fertilidad de la tierra:

            Mi primera impresión fue la de suponer que estaba ante una réplica de la Virgen del Pilar, una virgen negra con niño, sobre una columna romana. No obstante, más tarde en otra sala ví que era la Virgen de Veruela. Muy parecida a la del Pilar, pero diferente. Así que estaba ante un santuario con su propia virgen negra. Sin duda debió existir una gruta con manantial en su interior, primitivo lugar de adoración … y efectivamente allí estaba, la cripta cuidadosamente ocultada en el pasillo oculto tras el ábside (oculto que no eliminado, seguramente en el Medievo se usaba aún como verdadero lugar de culto, aunque se hiciera a puertas cerradas).

“Curiosamente” en el ábside, tras la Virgen Negra presidiendo el altar mayor, se ha añadido un segundo ábside con la capilla a San Pedro justamente tras la Virgen Negra (más clara la reconversión del culto matriarcal al patriarcal cristiano, imposible). La cripta, de entrada cegada, posee dos frescos de una calavera con dos huesos cruzados bajo ella, orientados uno hacia la izquierda y otro hacia la derecha: estamos ante el lugar de culto a la muerte y al renacer, en pleno ábside orientado Oeste (muerte del Sol)- Este (nacimiento del Sol).

          Hay más curioso simbolismo y mensajes codificados en la piedra tallada de este monasterio, relatando el renacer de un adepto, la doble naturaleza del hombre (ser humano y bestia), la doble naturaleza humana (femenina y masculina), etc, pero evitaré al lector cansarle con mis interpretaciones. Sí diré que hasta este enclave se desplazaban personas de renombre buscando paz, sosiego y cura de sus enfermedades. Fue el caso del poeta sevillano Gustavo Adolfo Bécquer, que hasta aquí llegó en compañía de su hermano Valeriano, para buscar la calma a su cada vez más desarrollada tuberculosis. Aquí escribiría su “rayo de luna”, inmortalizando por siempre el Monte de las Ánimas, junto a la encomienda templaria de San Polo, que vigila el acceso a San Saturio, patrón de Soria y único no reconocido por la Iglesia al considerarlo pagano (reminiscencias del romano Saturno, del que se halló una estatua en la cercana villa romana de Cuevas de Soria). En la becqueriana “rayo de luna”, aparecen las ánimas de los guerreros-monjes templarios, que se manifestarán más fieramente en su “El Monte de las Ánimas”, causando la muerte del amado ... o tal vez los lobos, quién sabe. Sin embargo, recuerdo hace ya tiempo en unas fiestas de San Juan, que una amiga soriana me contó su experiencia con la ouija, en el monte de las Ánimas, que le hizo no volver a practicarlo nunca más.

Hay en una de las salas del monasterio una exposición permanente dedicada a los hermanos Bécquer, donde se puede admirar parte de los dibujos de Valeriano, así como conocer la intensa y breve vida de Gustavo Adolfo. Regresando a la iglesia, la escalera de subida a una de las torres cuenta con una mínima sala posiblemente con similar función ascética que la que se halla en el centro de “la palmera” de la soriana San Baudelio de Berlanga (de la que se habló aquí).

            Y es que como Bécquer, también el sevillano poeta Antonio Machado se retiró unos años a Soria. Gracias a ello, escribió parte de los poemas que más me gustan, entre los que está:
No extrañéis, dulces amigos,
que esté mi frente arrugada;
yo vivo en paz con los hombres
y en guerra con mis entrañas.
           
O bien su visión de la vida y de la muerte:
Fe empirista. Ni somos ni seremos.
Todo nuestro vivir es emprestado.
Nada trajimos; nada llevaremos.

Donde acaba el pobre río,
la inmensa mar nos espera.
            
 Si bien me quedo con su optimista y enérgico:
Hoy es siempre todavía.

            También su retrato: 
Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
y un huerto claro donde madura el limonero;
mi juventud, veinte años en tierra de Castilla;
mi historia, algunos casos que recordar no quiero.

Ni seductor Mañara, ni Brandomín he sido
–ya conocéis mi torpe aliño indumentario–
mas recibí la flecha que me asignó Cupido,
y amé cuanto ellas pueden tener de hospitalario.

Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,
pero mi verso brota de manantial sereno;
y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,
soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.

Adoro la hermosura, y en la moderna estética,
corté las viejas rosas del huerto de Ronsard;
mas no amo los afeites de la actual cosmética,
ni soy un ave de esas del nuevo gay trinar.

Desdeño las romanzas de los tenores huecos
y el coro de los grillos que cantan a la luna.
A distinguir me paro las voces de los ecos,
y escucho solamente, entre las voces, una.

Converso con el hombre que siempre va conmigo
–quien habla sólo espera hablar a Dios un día–
mi soliloquio es plática con este buen amigo
que me enseñó el secreto de la filantropía.

Y al cabo, nada os debo; debeisme cuanto he escrito.
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansión que habito,
el pan que me alimenta y el lecho donde yago.

Y cuando llegue el día del último viaje,
y está al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.

O su desgarrador grito impotente ante la pronta muerte de su joven esposa soriana Leonor:
Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería.
Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar.
Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía.
Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar.

 La misma fuerza desesperada poseía Bécquer en sus poemas, especialmente en aquel que dice:
Tú eras el huracán y yo la alta
torre que desafía su poder:
¡tenías que estrellarte o que abatirme!...
¡No pudo ser!

Tú eras el océano y yo la enhiesta
roca que firme aguarda su vaivén:
¡tenías que romperte o que arrancarme!...
¡No pudo ser!

Hermosa tú, yo altivo: acostumbrados
uno a arrollar, el otro a no ceder;
la senda estrecha, inevitable el choque...
¡No pudo ser!

Pero sin duda fue Antonio Machado quién logró plasmar todo el encanto de la tierra soriana en su inmejorable Campos de Castilla:

Es la tierra de Soria árida y fría.
Por las colinas y las sierras calvas,
verdes pradillos, cerros cenicientos,
la primavera pasa
dejando entre las hierbas olorosas
sus diminutas margaritas blancas.

La tierra no revive, el campo sueña.
Al empezar abril está nevada
la espalda del Moncayo;
el caminante lleva en su bufanda
envueltos cuello y boca, y los pastores
pasan cubiertos con sus luengas capas.
(…)
¡Soria fría, Soria pura,
cabeza de Extremadura,
con su castillo guerrero
arruinado, sobre el Duero;
con sus murallas roídas
y sus casas denegridas!

¡Muerta ciudad de señores
soldados o cazadores;
de portales con escudos
de cien linajes hidalgos,
y de famélicos galgos,
de galgos flacos y agudos,
que pululan
por las sórdidas callejas,
y a la medianoche ululan,
cuando graznan las cornejas!
¡Soria fría! La campana
de la Audiencia da la una.
Soria, ciudad castellana
¡tan bella! bajo la luna.
(Si se desea leer todo el conjunto de poemas http://www.poemas-del-alma.com/campos-de-soria.htm#ixzz4NRRWaokM)

Y ya que hablamos de poetas en Soria, no podemos dejar de lado al cántabro Gerardo Diego, que también compuso bellos poemas:
Río Duero, río Duero,
nadie a acompañarte baja;
nadie se detiene a oír
tu eterna estrofa de agua.
Indiferente o cobarde,
la ciudad vuelve la espalda.
No quiere ver en tu espejo
su muralla desdentada.
Tú, viejo Duero, sonríes
entre tus barbas de plata,
moliendo con tus romances
las cosechas mal logradas.
Y entre los santos de piedra
y los álamos de magia
pasas llevando en tus ondas
palabras de amor, palabras.
Quién pudiera como tú,
a la vez quieto y en marcha,
cantar siempre el mismo verso
pero con distinta agua.
Río Duero, río Duero,
nadie a estar contigo baja,
ya nadie quiere atender
tu eterna estrofa olvidada,
sino los enamorados
que preguntan por sus almas
y siembran en tus espumas
palabras de amor, palabras.
            Como él mismo escribiría:
Desde el cántabro mar que mi niñez limita
en elásticos círculos norteños,
subí, no a la alta Soria, heroica y eremita,
sino a la de los líricos, errantes, libres sueños
de Bécquer, el celeste paria
burlado de una clara fantasma estrafalaria.

Pobre Gustavo Adolfo, héroe de tus leyendas,
enamorado de un rayo de luna verde
-¿mujer, esencia, sueño?-, que te esquiva y se pierde
entre los troncos crédulos, por las cándidas sendas.

Tu Soria pura, Bécquer, contigo en el camino
musical del caballo que te lleva a Veruela.
Si la cabeza vuelves, ves la amarilla muela
del castillo –tan lejos- vespertino.

Tu fantasma hecho forma –mujer de piedra- vela
“en la imponente nave del templo bizantino”.
Ya el monte de las Ánimas te sepulta su loma.
Ya ni el castillo emerge del lindero.
¿Por qué cierras los ojos? ¿Ves mejor así al Duero?.

Calla ¿Le oyes? Por huertas de Templarios asoma,
la presa airoso salta, tuerce su cauce huidero;
con voluntad sonora
limita, impulsa, espeja y ríe y llora.

Poetas andaluces
que soñasteis en Soria un sueño dilatado:
tú, Bécquer, y tú, Antonio, buen Antonio Machado,
que aquí al amor naciste y estrenaste las cruces
del dolor, de la muerte...

Desde el cántabro mar,
también, como vosotros,
subí a Soria a soñar.


            No quisiera terminar esta entrada sin agradecer a los dueños del restaurante y camping Brujabella el haber tenido la consideración de darnos de comer a las 4.30 de la tarde, tras haber visto el monasterio de Veruela y subido al Moncayo (entre sus bosques sobresalen curiosas "mesas" de piedra entre las que no me extrañaría leer algún día que son en realidad aras celtiberas o anteriores), a pesar de estar prestos a cerrar, poniendo a nuestra disposición toda su amabilidad y gran selección de platos.



4 comentarios:

  1. Me ha gustado su remembranza del Monasterio de Veruela y su conexión con Soria. Aunque creo que le ha faltado alguna mención a las leyendas de Becquer que escribió en Veruela sobre lugares y costumbres eternas de Soria, como el Monte de las Animas o Maese Perez el Organista. Trabajo satisfactorio. Saludos.

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  2. Buenas tardes, Sra Moncada, gracias por sus palabras. Permítame que le remita nuevamente al texto pues si bien, por motivos de limitación de extensión no era posible detenerme en todas las leyendas de Bécquer (tampoco era ese el propósito de la entrada, por otra parte) sí menciono al menos dos de las leyendas donde se habla de dicho cerro soriano. De hecho, lo cito expresamente, puesto que hablo del escrito becqueriano "El Rayo de Luna" y también de la leyenda "El Monte de las Ánimas", que inmortalizara el cerro que controla el acceso a San Polo, San Saturio y "a la curva de ballesta" que describe el Duero en torno a Soria, como dijera Antonio Machado. Un saludo.

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  3. Gracias, Valeria. Nos ha ayudado mucho tu artículo en nuestra escapada al Moncayo y a Veruela. Saludos.

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    1. Celebro que mi entrada les haya hecho mucho más grata la visita al hermoso (y simbólico) monasterio de Veruela. Es una alegría contribuir a que se valoren y disfruten todas las joyas de nuestro amplio patrimonio histórico y artístico. Un saludo.

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