jueves, 8 de mayo de 2014

Las tétricas costumbres de Bab al-Dira y la bíblica Jericó

    Debido a que el cristianismo se ha convertido en una de las tres religiones con mayor número de seguidores y que muchos de los escritos del Antiguo Testamento son también sagrados para otra de esas tres principales religiones, el judaísmo, la arqueología bíblica (centrada en los lugares mencionados en las Sagradas Escrituras) ha gozado de gran interés en las últimas centurias. 
    Si atendemos a diversos investigadores, hasta que no comenzó la arqueología a considerar en serio la posible veracidad de los escritos bíblicos, los únicos datos que existían sobre los lugares citados en las escrituras procedían de relatos de peregrinaciones cristianas realizadas en la Edad Media, remontándose los más antiguos al s. IV d.C. Con este punto de partida, en el siglo XIX se iniciaron las primeras labores basadas en metodología arqueológica, para ubicar los principales núcleos bíblicos de población  en los actuales terrenos de Palestina.
      Una vez hecho esto, comenzaron las primeras excavaciones, ya plenamente arqueológicas, en lugares tan emblemáticos como Jericó, Samaria, Jerusalén, Guezer y Meguido. Sin embargo, estalla la I Guerra Mundial y la contienda sirve a determinadas personas para adquirir objetos emblemáticos, perdiéndose o traspapelando parte de las investigaciones realizadas, tal como ocurre en otros yacimientos relevantes del mundo. Contagiados por esta visión de la arqueología como caza de tesoros consentida, muy bien representada en el cine por el denominado arqueólogo Indiana Jones - que realmente resulta ser el mayor destructor arqueológico de todo cuanto toca -, tras la Primera Guerra Mundial destacan las excavaciones    (destrozos, más bien, en busca de hallazgos relevantes y vistosos) dirigidas por el norteamericano William Foxwell Albright.
   Habrá que esperar a la llegada de la arqueóloga inglesa Kathleen Kenyon, pasada la II Guerra Mundial, para que comiencen las excavaciones rigurosas y metódicas basadas en cuadrículas a excavar, anotando y registrando cuidadosamente cada pieza que se hallaba, así como su posición concreta dentro del yacimiento. Pues bien, las excavaciones sistemáticas de los diversos yacimientos palestinos ofrecieron una visión generalista de la Edad del Bronce, en esta región tan relevante para las distintas religiones. De esta manera, se sabe que según Las Escrituras, Yahvé mostró a las Doce Tribus de Israel la llamada Tierra Prometida, que al estar habitada por otros pueblos, mostró a las doce tribus maneras de derrotarlos (tal es el caso del episodio de las Trompetas de Jericó). Pues bien, la arqueología ha detectado vestigios de destrucción en niveles contemporáneos datables en el s. XIII a.C., en los yacimientos de Jatsor, Betel (Bet-el), Dayr Alla (Deir Alla), Afec, Meguido y Guezer, aunque no están presentes en Jericó, Arad, Gibea (Gabaa) o Ai. Esto ha llevado a plantear a muchos historiadores la posibilidad de que se trate de la evidencia de la conquista de Canaán por los israelitas liderados por Josué, tal como recogen las Escrituras. Pero, de ser cierto, ¿cómo explican que en Jericó no se evidencie tal destrucción?. Para un mayor detalle de los descubrimientos realizados por la arqueología bíblica, recomiendo visitar esta página.
       En fin, dudas aparte, cerca del Mar Muerto y en territorio jordano, este afán por verificar los escritos bíblicos condujo a la excavación de varios yacimientos, entre los que me ha llamado la atención el conocido como Bab al-Dira, por las costumbres mortuorias que ha preservado. El yacimiento, como otros contemporáneos, comprende una ciudad fortificada del bronce antiguo (3.000-2.200 a.C.), con su correspondiente cementerio. Las murallas y edificios estaban construidos con bloques de adobe, revestidas con mampostería, mientras las viviendas presentaban planta rectangular. Sin embargo, lo que más llamó mi atención fue el cementerio. Contenía 20.000 tumbas de tres tipologías distintas. La más antigua estaba elaborada en la roca aflorante, donde reposaban los huesos, con excepción de los cráneos, que se hallaron apilados en otro lugar, rodeados de numerosos recipientes cerámicos. Algo similar –aunque a menor escala– se halló en las ruinas de Jericó, donde los cráneos fueron manipulados, como se muestra en la imagen, cubriendo el rostro de yeso, añadiendo conchas marinas en los ojos y separando las mandíbulas inferiores.
    Otra segunda tipología más moderna que la anterior consistía también en entierros colectivos, concretamente en casas osarios rectangulares, en las que se amontonaban los restos esqueletales de cientos de personas –ya con sus cráneos sin separar–, rodeados de las piezas cerámicas constituyentes de los ajuares funerarios. Los ritos y tradiciones que se ocultaban tras estas curiosas y tétricas maneras de enterrar a los muertos, continúan siendo un misterio.
    Finalmente, la tipología más reciente mostraba una mentalidad bien distinta al realizar las tumbas individuales, cada una conteniendo los restos de un individuo completo; según creen los historiadores  correspondían al pueblo que destruyó el asentamiento anterior y se instaló en él, hacia el 2.000 a.C. 
    Este cementerio, con sus tres tipos de tumbas, ha proporcionado más de tres millones de piezas cerámicas, algo muy destacable para la época.

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